«Para un matemático profesional, es una experiencia melancólica encontrarse a sí mismo hablando, o escribiendo, en torno a las matemáticas. La función de un matemático es hacer algo, demostrar nuevos teoremas, realizar alguna contribución a las matemáticas y no tratar sobre lo que él u otros matemáticos han hecho». Así arranca este espléndido ensayo del matemático inglés G. H. Hardy escrito en el año 1940, cuando contaba sesenta y dos años de edad y convalecía de un infarto sufrido el año anterior. En el prólogo que C .P. Snow redactó para la edición de 1967, describe la Apología como «un lamento apasionado por una potencia creativa que antes estaba pero que se ha ido para no regresar». El ensayo de Hardy contiene además otros muchos e interesantes registros, como también lo hacen el mencionado prólogo de Snow y la introducción de José Manuel Sánchez-Ron para esta nueva edición de la editorial Capitán Swing que aquí comentamos, y cuya traducción al castellano ha realizado Pedro Pacheco.
Entre ambos ‒prólogo e introducción‒, cuidadosamente escritos, el lector encontrará un retrato de quien está universalmente considerado como uno de los matemáticos ingleses más interesantes del siglo pasado, dotado de una fuerte y original personalidad, heterodoxa, excéntrica y radical, capaz de expresarse en un inglés tan bello que llevó a Graham Greene a afirmar que la Apología de Hardy, junto con los cuadernos de Henry James, son «la mejor expresión de lo que representa ser un creador artístico».
Su lectura nos lleva a un tiempo centrado entre las dos grandes guerras mundiales y al flujo de ideas surgidas en el universo Cambridge-Oxford, con personajes tales como Bertrand Russell, John Maynard Keynes, Lytton Strachey o el filósofo George Edward Moore. Mención aparte merece Srinivasa Ramanujan, el matemático indio autodidacta cuya fantástica peripecia, científica y vital, fue descrita por el mismo Hardy como el capítulo «más romántico de mi biografía», y ha dado lugar a una novela (El contable hindú, escrita por David Leavitt en 2007) y a una película (El hombre que conocía el infinito) dirigida por Matthew Brown, en la que el actor Jeremy Irons desempeña el papel del profesor Hardy, mientras que Dev Patel da vida a Ramanujan.
Hardy plantea dos preguntas en el comienzo de su Apología, a saber: ¿cuáles son los motivos que pueden llevar a una persona a dedicarse a la investigación matemática?, y ¿qué valor tiene esa actividad? Su respuesta a la primera es la siguiente: para alguien dotado de cualidades intelectuales de primera fila, el motivo más importante que puede inducirlo a dedicarse a la investigación es la curiosidad, el placer intelectual, la autoestima y el orgullo que proporciona descubrir algo nuevo, relevante y significativo, que amplíe el horizonte de nuestros conocimientos. Pero también el deseo de alcanzar un reconocimiento favorable, el aplauso quizás, de los científicos más competentes de su mismo tiempo y de generaciones sucesivas.
Hardy opina, y lo ilustra con su propio ejemplo, que el matemático tiene una razonable posibilidad de lograr esos fines y satisfacciones. Por lo que, siendo muy excepcional que una persona con gran talento matemático esté también dotada de otras habilidades, quien lo posea hará bien en dedicarse completamente a desarrollarlo, en vez de pretender objetivos menos distinguidos en otros campos. Compara la naturaleza de la creación matemática con las de otras disciplinas artísticas, tales como la literatura y la pintura, para las que la belleza del ritmo y la rima de las palabras, o las combinaciones de formas y color, constituyen, respectivamente, el principal objetivo, mientras que la belleza matemática se plasma en la concatenación de las ideas (la orfebrería de las ideas engarzadas, podríamos decir) para demostrar una verdad.
Como ejemplo fehaciente de belleza matemática imperecedera nos presenta dos teoremas sacados de los Elementos de Euclides: la irracionalidad de la raíz cuadrada del número 2; y la demostración de la existencia de infinitos números primos. Ambos son resultados muy significativos y relevantes, en gran parte sorprendentes, a los que se llega con demostraciones breves e ingeniosas. Unos auténticos «haikus matemáticos» a los que, como bien dice Hardy, el paso del tiempo no ha podido añadir una sola arruga a su lozanía ni a la belleza de su demostración.
Hardy sostiene, seguramente con algo de razón, que las matemáticas son un oficio de jóvenes, que los logros más importantes se obtienen a una edad relativamente temprana, y que a partir de los cincuenta años ya poco de originalidad cabe esperar. Lo ilustra con los ejemplos de Isaac Newton, Niels Hendrik Abel, Évariste Galois y Srinivasa Ramanujan, todos los cuales realizaron su extraordinaria obra siendo muy jóvenes. Pero, en sentido estricto, sólo el caso de Newton cuenta, porque los otros tres murieron muy pronto (Abel a los veintisiete años, Galois a los veintiuno, Ramanujan a los treinta y tres), y no podemos inferir con rigor que la obra que hubieran podido realizar a una edad más avanzada, de haber tenido una vida más larga, hubiese sido inferior a sus magníficas contribuciones de juventud. Con la perspectiva que nos proporciona la segunda mitad del siglo XX y los comienzos del XXI, podemos matizar la afirmación de Hardy con un número suficiente de contraejemplos, de creaciones importantes allende la cincuentena. Pero algo de verdad hay en su melancolía, aunque quizá no resulte fácil de apreciar por quien no haya practicado ese pensamiento profundo, sostenido y exigente que conlleva la investigación matemática, donde lo difícil es lo único que realmente cuenta y el cerebro es sometido a un gran estrés.
Es en las respuestas de Hardy a su segunda pregunta donde encontramos algunas razones para disentir y demostrar que andaba algo equivocado. Pero conviene no perder de vista el tiempo que le tocó vivir, el tremendo efecto de las dos guerras mundiales, el ocaso de la edad victoriana de su juventud y los movimientos pacifistas impulsados por Bertrand Russell y otros miembros de su entorno intelectual de Cambridge: «No he hecho nada útil en mi vida. Ninguno de mis descubrimientos ha dado lugar, ni es probable que nunca lo haga, directa o indirectamente, para bien o para mal, a la más mínima diferencia en el devenir del mundo y en el bienestar de la humanidad». Sostiene en el ensayo que las «matemáticas reales» carecen de aplicaciones, constituyendo una ocupación totalmente inocente que no puede ser utilizada para hacer el bien, como la medicina, pero tampoco para hacer el mal. Sobre la Teoría de los Números (una de sus disciplinas favoritas) escribió lo siguiente: «Una ciencia es llamada aplicada cuando contribuye a fomentar la diferencia de riquezas o atenta directamente contra la vida humana. La Teoría de los Números no satisface ninguna de estas hipótesis».
Son todas ellas afirmaciones de Hardy que resultan sorprendentes en estos tiempos, cuando se estila más bien todo lo contrario, siendo común entre algunos investigadores hacer propaganda de sus hallazgos con osadas e hipotéticas aplicaciones inmediatas, pretendiendo, sin más matiz, la curación del cáncer, la panacea de células madre o la fusión fría. Según los expertos, estamos en los albores de la cuarta revolución industrial, en la que la palabra clave es algoritmo y en la que el centauro que forma un matemático con su ordenador es el espécimen científico más evolucionado. Hardy no pudo, o no supo, entrever el impacto que las matemáticas iban a tener en el desarrollo de los nuevos ordenadores, y cómo estos, con su gran potencia de cálculo, iban a potenciar las aplicaciones de muchas teorías matemáticas que nos han cambiado la vida. Incluso en su adorada Teoría de los Números hemos visto cómo resultados que Hardy consideraba a la vez profundos y bellos han sido aplicados para garantizar la seguridad de las comunicaciones en Internet.
En el problema ternario de Goldbach (¿es todo impar mayor que siete la suma de tres primos?), las ideas del llamado método del círculo (quizá la aportación matemática más importante de Hardy, fruto de su colaboración con Ramanujan y John Edensor Littlewood) fueron decisivas, dando lugar a una serie de trabajos que han sido culminados recientemente (en 2014) por el matemático peruano Harald Helfgott en una demostración asistida por ordenador. ¿Qué opinaría Hardy del uso de un programa informático en la culminación de una prueba que él tanto deseó obtener? ¿Qué diría de la solución del problema de los cuatro colores, o la del empaquetamiento de esferas, que también necesitan de la ayuda del ordenador? ¿Qué pensaría del uso tan extendido de medidas bibliométricas, índice de impacto y número de citas para juzgar la calidad de una obra científica? La lectura de la Apología nos incita a añorar las que habrían sido, sin duda alguna, sus perspicaces respuestas.
A Hardy le tocó vivir el cambio de paradigma que supuso la teoría de la medida de Lebesgue, así como la irrupción del análisis funcional, donde el énfasis pasó del estudio de las propiedades de funciones especiales al de las clases o espacios de ellas. Un estudio impulsado tanto por la fundamentación de la emergente mecánica cuántica como por la resolución de las ecuaciones en derivadas parciales de teorías físicas clásicas. Su nombre ha quedado asociado a tres resultados o teorías: los espacios de Hardy en variable compleja; la «función maximal» de Hardy-Littlewood, en la teoría de diferenciación de integrales; y el antes mencionado «método del círculo» de Hardy-Littlewood-Ramanujan en la teoría aditiva de los números. Es también autor de varias monografías, entre las que destaca su magnífica An Introduction to the Theory of Numbers, escrita en colaboración con Edward Maitland Wright, y que sigue siendo utilizada todavía como inmejorable libro de texto. Pero quizás el breve ensayo que comentamos, por sus aceradas opiniones y su peculiar estilo, junto a su relación con Ramanujan, sean los mayores responsables de su fama.
En la Apología encontramos sus reflexiones en torno a la belleza de las matemáticas «puras», en contraposición, según Hardy, a la supuesta fealdad de las «aplicadas»: «No hay lugar en el mundo para las matemáticas feas», escribe. Pero ahí encontramos sus propias limitaciones, junto con su opinión del estado de las matemáticas en las universidades inglesas de su tiempo, que tanto criticó y que, sin duda alguna, él contribuyó a mejorar. Pero que la gravitación universal de Newton, la mecánica analítica de Lagrange, Laplace y Hamilton, las ecuaciones de Maxwell del campo electromagnético, o la relatividad general de Einstein, no sean teorías matemáticas a la vez profundas, útiles y bellas es, por lo menos, una ligereza que no podemos pasarle por alto sin más.
El Análisis Armónico y la Teoría de los Números son las dos áreas en las que podemos enmarcar la mayoría de sus publicaciones, que incluyen también reseñas de libros y obituarios de matemáticos. Destaca la precisión y belleza de su prosa, tanto como la contundencia de sus opiniones. He aquí una muestra: «Nunca vale la pena que un hombre valioso pierda el tiempo expresando una opinión mayoritaria. Por definición ya hay suficiente gente para hacer eso». O «No hay desprecio más profundo, o de forma general más justificado, que aquel que sienten los hombres que crean hacia los hombres que explican cómo aquellos crean».
Opiniones que no lo han hecho muy popular entre los divulgadores de las matemáticas, pero que sí apreciamos todos quienes hemos sido educados en el ejemplo de los grandes matemáticos del pasado: no escribir un artículo, ni dar una conferencia, si no hay nada nuevo e interesante, aunque sea sólo de la magnitud de una pequeña épsilon, que comunicar. En su melancolía por el poder creativo perdido, en sus aforismos y en sus reflexiones sobre la creación artística y la matemática, la Apología de Hardy es una obra maestra cuya lectura nos enriquece.
Antonio Córdoba es catedrático de Análisis Matemático en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro del Instituto de Ciencias Matemáticas del CSIC. Ha sido profesor en las Universidades de Princeton y Chicago y miembro del Institute for Advanced Study de Princeton. Ha sido presidente del Comité Científico de la Real Sociedad Matemática Española y recibió el Premio Nacional Julio Rey Pastor de Matemáticas y Ciencias de la Comunicación en 2011. Sus últimos libros son La saga de los números. Números, conjuntos y demostraciones (Barcelona, Crítica, 2006), Los números (junto con Javier Cilleruelo; Madrid, CSIC y Los Libros de la Catarata, 2011) y La vida entre teoremas (Sevilla, JDB, 2014).
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