Marck Bray acaba de publicar Antifa, un libro en el que explica qué es el fascismo y repasa las formas de lucha antifascista desarrolladas en el mundo desde la Segunda Guerra Mundial hasta la actualidad.
Las incendiarias declaraciones realizadas por Donald Trump desde su llegada a la presidencia de los Estados Unidos han hecho que muchos de sus simpatizantes pierdan el pudor y decidan dar rienda suelta a sus instintos más violentos.
Pocos meses después de la asunción del empresario, en el país norteamericano se contabilizaron ataques contra el centro islámico de Texas, contra un centro de defensa de los derechos de las personas transexuales en Washington D.C., contra el cementerio judío de Waad Hakolel en Rochester y contra personas negras e hispanas que fueron agredidas o insultadas por su origen o su color de piel.
Alertado por estos acontecimientos, Mark Bray, uno de los organizadores de Occupy Wall Street, decidió escribir un libro que explicase el origen del fascismo y diera claves para combatirlo. Para no quedar desfasado respecto de la actualidad, Bray se propuso desarrollar su proyecto en muy poco tiempo. Lejos de pasar de moda, un año después de comenzar Antifa, el tema está más vigente que nunca.
Sin ir más lejos, hace unos días fue detenido un terrorista supremacista blanco y seguidor de Trump que había enviado varios paquetes bomba a personalidades como Clinton, Obama, Soros y medios de comunicación como la CNN.
Posteriormente, un antisemita protagonizó un tiroteo en una sinagoga de Pittsburg; recientemente el ultraderechista Bolsonaro ha ganado con holgura las presidenciales brasileñas y el partido de ultraderecha VOX protagonizó hace unas semanas un mitin en Vistalegre al que no pudieron acceder cientos de personas por estar el aforo completo. El fascismo, en sus diferentes manifestaciones, vive un momento de expansión realmente perturbador.
Editado en España por Capitán Swing, Antifa busca explicar al lector dónde hunden sus raíces estos hechos, concienciar de su gravedad y dar herramientas para combatir el fascismo de forma tajante y urgente porque, solo de esa forma, se evitará que pueda enraizar y extenderse en la sociedad más de lo que ya está haciendo o hizo en el pasado.
Para ello, Bray comienza su libro explicando qué es el fascismo, un movimiento político «basado en el carisma, unido a un acto de fe y que está frontalmente opuesto a la racionalidad y a los límites habituales de las ideologías».
El propio Mussolini hacía hincapié en esa ausencia de referentes ideológicos y no dudaba en afirmar que el valor máximo de su pensamiento, además del culto a sí mismo, era el concepto de nación, una idea mudable, rodeada de mitología y al que subordinó todo lo demás porque, como mito que era, permitía todo tipo de modificaciones, manipulaciones y adaptaciones según las necesidades del líder y el movimiento.
Esta facilidad para mudar es lo que permitiría que en el concepto de fascismo en su sentido más amplio acoja en su interior infinidad de cosas: desde la persecución del contrincante político a la xenofobia, sin olvidar el racismo, la homofobia, el antisemitismo, el autoritarismo, el sexismo, el machismo, el nacionalismo, el fanatismo religioso, el desprestigio de las instituciones democráticas, los ataques a los medios de comunicación o el acoso a sus profesionales, etcétera.
Esa complejidad al explicar el fascismo contrasta, sin embargo, con la explicación que Bray da a los movimientos que, a pesar de su diverso origen y heterogeneidad, se oponen a él: todo aquello que se oponga al fascismo es antifascismo. Punto.
El autor de Antifa sostiene que el antifascismo posterior a 1945 se caracterizaría por ser un movimiento que no tiene raíz liberal, que es claramente revolucionario y cuyo objetivo es combatir no solo al fascismo más ortodoxo, sino a la ultraderecha en sus diferentes manifestaciones.
Esto provoca que, a diferencia de lo que defienden muchos pensadores de la tradición liberal, defensores acérrimos de esa frase de Voltaire que dice «Me opongo a lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo», el antifascismo no es nada conciliador con el fascismo. La razón, como explica el profesor Dave Renton, es bien sencilla: «No se puede ser objetivo sobre el fascismo porque no hay nada positivo que decir sobre él».
En consecuencia, si para combatirlo es necesario recurrir a la acción directa, bien está. En este aspecto, el catálogo es amplio y abarca desde reventar mítines de ultraderecha, hacer escraches o el enfrentamiento directo con los fascistas. Como decían los principios rectores de la organización británica Acción Antirracista (ARA), las responsabilidades de sus miembros eran «educar a la población a través de pegatinas, carteles, cartas y fanzines»; «realizar pintadas» y, en el apartado «enfrentamientos», «los que tú decidas».
Para escribir su libro, Bray ha recurrido a diferentes fuentes. Muchas de ellas han sido entrevistas personales con militantes antifascistas de diversos países de Europa que, por evidentes cuestiones de seguridad personal, han preferido mantener su anonimato.
Unas personas que, en contra de lo que los historiadores liberales pretenden hacer creer, no están de acuerdo con que la razón de ser del antifascismo desapareciera con la derrota de Hitler o Mussolini, muy al contrario. Según estos grupos y militantes antifascistas, existiría una continuidad histórica entre las diferentes épocas de la extrema derecha, las cuales han obligado a poner en marcha, a lo largo de los últimos cien años, diversas formas de autodefensa colectiva en todo el planeta.
Para explicar esta visión del problema, Mark Brey detalla el modus operandi que ha desarrollado históricamente el fascismo para acceder al poder y cuáles han sido en esos casos las reacciones del resto de partidos y autoridades democráticas. Una fórmula resumida en cinco puntos que, aunque resulta sorprendente, se puede aplicar fácilmente no solo a Mussolini o a Hitler, sino también a Trump y a Bolsonaro:
1.- El fascismo raras veces accede al poder por algaradas o insurrecciones. Lo normal es que llegue al poder por medios legales.
La marcha sobre Roma de Mussolini, por ejemplo, no fue un golpe de estado, sino un evento teatralizado del partido fascista, que ya había sido invitado a formar parte del gobierno de Italia. El putsch de Múnich de Hitler fue un fracaso de tal magnitud que llevó al líder nazi a prisión. Fue allí donde dio forma a su ideario, escribió Mi lucha, explotó su imagen victimista y aumentó su carisma, hechos que, con el tiempo, le ayudarían a ganar las elecciones.
2.- Los teóricos de entreguerras no se tomaron en serio el fascismo hasta que fue demasiado tarde.
En su origen, algunos intelectuales vieron el fascismo como una forma revolucionaria de combatir la burguesía, lo que hizo que fuera aceptado con cierta simpatía y, en último término, impidió que se actuase contra él.
3.- A menudo, las cúpulas de los partidos socialistas y comunistas no han sido tan conscientes del peligro que suponía el fascismo como sus bases.
Históricamente, los militantes de base, que también son los que conviven más directamente con la violencia y la forma de actuar del fascismo, han advertido del peligro de este movimiento a sus líderes orgánicos que, alejados de esa realidad, no han atendido esa llamada con celeridad e incluso han censurado las formas de autodefensa. Una inacción que no ha hecho sino facilitar el ascenso de los fascismos.
4.- El fascismo le roba a la izquierda la ideología, la estrategia, la imagen y la cultura.
El fascismo ha fagocitado muchos de los elementos diferenciales de los movimientos obreros. Colores como el rojo, términos como camarada y reivindicaciones de mejoras laborales y sociales para los trabajadores han sido utilizadas para hacer más atractivas sus consignas, generar confusión entre sus planteamientos y los de los movimientos de izquierda y sumar seguidores a sus filas.
5.- No hace falta muchos fascistas para que haya fascismo.
La historia demuestra que los partidos fascistas no eran en origen movimientos de masas. Sin embargo, cuando las condiciones les son favorables, son organizaciones que crecen muy rápidamente. Y la violencia también ayuda a ese crecimiento.
Por todo ello, y a pesar de lo incómodo que puedan ser algunas de sus afirmaciones, Mark Bray no se anda con paños calientes a la hora de explicar que, en una sociedad democrática, al fascismo no se le puede tratar con condescendencia, sino con beligerancia. Prueba de ello es la mítica frase del militante libertario Buenaventura Durruti que abre su trabajo junto a una dedicatoria a los judíos polacos de Knyszyn: «Al fascismo no se le discute, se le destruye».
Eduardo Bravo
Ver artículo original