Américo Vespucio

Por La Torre del Virrey  ·  01.06.2011

Stefan Zweig fue, sin duda, uno de los escritores europeos más importantes de la época de entreguerras, de la cual resulta especialmente difícil disociarlo por ser tan cercanos esos tiempos a su propia experiencia vital y a las preocupaciones más profundas del célebre intelectual vienés.

Américo Vespucio. La historia de un error histórico podría parecernos por el título una más de entre las numerosas biografías que el autor escribió, pero no es exactamente así. Si bien es cierto que el personaje de Américo es imprescindible y central en la obra, para guiarnos con buen tiento debemos acudir al subtítulo, y así percatarnos de que este libro trata sobre un error histórico, o más bien, sobre una cadena interminable de coincidencias y confusiones que otorgaron a Américo Vespucio, hombre de dudosos méritos, el honor de dar nombre a un nuevo continente. Se trata de un trabajo casi arqueológico y un puzzle de piezas imposibles de armar que, al pasar por la pluma de Zweig, se convierten en una diversión, en una delicia para cualquier lector. El mérito de Zweig en este punto me parece indiscutible: coge una roca pesada y desigual y nos devuelve una pequeña obra arquitectónica cuyas desigualdades son tan solo atribuibles a las mismas desigualdades de la historia, a la materia prima.

Antes de entrar en materia, Zweig ofrece una introducción histórica que hace las veces de muestra impresionista del ambiente y atmósfera de la época, con un estilo claro y agilísimo que rehuye de tirar de datos hasta la extenuación. Esta es, justamente, una de las virtudes del presente libro frente a otros que han abordado el mismo tema quizá con mayor intensidad bibliográfica y obsesión histórica, frente al Zweig que quiere transmitir la ilusión, inquietud y cierto desconcierto que suponemos debía respirarse entre una población pendiente de noticias frescas sobre un nuevo mundo, ansiosos por saber más sobre todos aquellos misterios ultramarinos. Zweig nos muestra, pues, no sólo la historia de un descubrimiento y del bautismo de un nuevo continente, sino también la salida definitiva de ese mundo del año 1000 y sus resonancias apocalípticas; un mundo este raquítico y limitado, empobrecido por el agotamiento y el terror. Se trata, al fin y al cabo, del venirse abajo de la visión del mundo que creyeron Aristóteles y Ptolomeo, autor de la representación más fiable que se tenía del globo, el Mapamundi, el cual en apenas cincuenta años desde los primeros descubrimientos sufrirá continuas modificaciones, ampliándose de este modo los horizontes que se habían delimitado siglos y siglos atrás. Pero no hablamos tan sólo de un horizonte físico, sino, digámoslo así, también de un horizonte espiritual, que excita la tan necesitada esperanza en una época que vivía en medio de catástrofes. En ella aparece un texto de una extensión de cuatro a seis páginas titulado Mundus Novus y escrito por un tal Albericus Vesputius del que nadie ha oído hablar, el cual relata con cierta elegancia y pasión sus descubrimientos por tierras lejanas, afirmando ni más ni menos que “si hay un paraíso terrestre en algún lugar, no puede estar lejos de aquí”. No es de extrañar que despierte con sólo estas palabras y una vívida descripción de las maravillas allí vistas, el ánimo de todos aquellos que se hacían eco de tales palabras, debido a la teoría que rondaba por aquel entonces que defendía que tras el pecado original Dios había trasladado el Paraíso al punto opuesto de la Tierra. Este fue, sin duda, el relato de expediciones más leído y con más devoción de los muchos que circulaban en pequeños volantes. Américo prometía, además, seguir contando más cosas de otros viajes en un futuro. Pues bien, con este Mundus Novus, que interesaba tanto a curiosos como a eruditos, llegamos al principio de uno de los mayores errores, que no engaños, de la historia humanidad, pues la intención de Americo Vespucio parece ser realmente la que él mismo apunta, es decir, mostrar con palabras a los demás las inefables maravillas del mundo. Fuera o no tal la pretensión del que diera el nombre a América, esta primera publicación, cuyo título no es ajeno al revuelo que produce, es la cabeza de una apretada y confusa procesión de equívocos entre los que se cuentan, dispersos entre diferentes lugares y años, un tipógrafo de Vicenza el título de cuya antología de viajes donde figura, entre otros, el de Colón, es peligrosamente ambiguo; un error de imprenta en la edición latina; y la equivocación de un geógrafo de provincias que nos lleva a Saint-Dié, en un rincón de los Vosgos, amén de las imprecisiones en la fecha de alguna de las expediciones de Vespucio; y todo este carnaval de resbalones involuntarios apuntan, sin pretenderlo, a Vespucio como el autor de una hazaña que no es suya y como depositario de una gloria que no le pertenece, ajeno a las casualidades que lo han encumbrado. El desconocimiento de las mismas hará que en un futuro se tome a Vespucio como un usurpador, un falsario, un hombre incapaz y ávido de gloria, un perro, maltratado por figuras como Fray Bartolomé de Las Casas, quien lo describe como un hombre avieso que traza planes para tomar lo que no es suyo, o posteriormente el poeta Ralph Waldo Emerson, que dice: “Resulta extraño que la gran América deba llevar el nombre de un ladrón: Américo Vespucio, el fanfarrón de Sevilla, cuyo más alto logro naval era ser el compañero del contramaestre en una expedición que nunca fue en barco, el gerente suplantador de Columbus, y bautizar la mitad de la tierra con su deshonesto nombre” (p. 90). En contraposición a estas amigables declaraciones, Zweig nos dibuja un personaje para nada ladino, un hombre “que no salió por amor al oro y al dinero”, que, a diferencia de otros conquistadores “no había torturado a seres humanos ni destruido reinos”, y que “siempre dijo la verdad”; si acaso, mintió por no haber desvelado la mentira, pero en su descargo puede decirse: ¿a qué autoridad, a qué institución podría haber acudido? Al parecer ni el mismo Colón, con quien mantuvo una buena relación, hizo tal reclamación. Son los ojos posteriores los que inventan ese Colón versus Vespucio, pues sólo miran lo que quieren ver. Además, aunque se nos aparezca Vespucio como un personaje nada excelente, nadie puede negar que a él se debe el reconocimiento de la tierra descubierta por Colón como un Mundus Novus. De todos modos, la figura de Vespucio sigue siendo ambigua. A este respecto es muy interesante la presentación que contiene el presente ejemplar, a cargo de Felipe Fernández Armesto, profesor de la universidad de Notre Dame, pues ofrece una visión en general contraria a la que se describe en el texto de Zweig, cuyo texto podría leerse como una disculpa a la mala fama de Vespucio. Armesto lo describe como un simple mayordomo de la casa de Pierfrancesco, un hombre hábil para encargarse de asuntillos de poca importancia, con relaciones oscuras y al que podemos encontrar ejerciendo de proxeneta; un hombre que busca fama y gloria, que sale a la mar no por amor a los descubrimientos, sino por amor a las valiosas perlas, un hombre incapaz para los asuntos prácticos de la navegación, etc. El rompecabezas de Vespucio queda sin solución, pero su nombre nunca se acaba. Como dice Zweig, “una palabra, una vez echada al mundo, extrae fuerza de este mundo y existe libre e independientemente de aquél que la dio a luz” (p. 73), y esa palabra “vibrante y sonora” que, a la inversa que “Lolita”, se pronuncia de afuera hacia adentro, ya saben cuál es.

Por Raúl Narbón

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