Corría 1930 cuando John G. Neihardt, celebrado poeta norteamericano, autor de relatos, columnista en el St. Louis Post-Dispatch y etnólogo, inició una serie de conversaciones con Alce Negro, anciano hombre-medicina sioux, primo segundo del gran Caballo Loco y sobrino de uno de los primeros oglalas que se adhirieron en 1889 a la Danza de los Espíritus. Perteneciente a la última generación sioux criada al modo tradicional de las praderas, Alce Negro narró a un Neihardt inicialmente interesado, sobre todo, en la gestación y pormenores de la Danza, la historia de su pueblo. Además, bendecido con el don para la revelación común en su familia, le hizo partícipe de un universo visionario íntimo que, converso desde hacía mucho al catolicismo, no había desvelado ni a sus propios hijos, lo que permitió al investigador emprender viaje a un tiempo y una mentalidad por él calificados de pre-homéricos y proceder a, en sus propias palabras, un redescubrimiento literario de “la conciencia india surgida desde las profundidades”.
El interlocutor de Neihardt había combatido siendo adolescente en Little Big Horn, vivido refugiado junto a Caballo Loco y Toro Sentado en Canadá, participado en la Danza del Sol celebrada justo antes del enfrentamiento contra Custer y visto imágenes premonitorias de la inminente debacle del 7º de Caballería aparecidas espontáneamente en las Rocas del Ciervo. Estaba junto a Caballo Loco cuando el tío de éste, Cola Moteada, ya subyugado, le transmitió la invitación a rendirse. Representó, junto a otros tres chicos, el papel de oso en la ceremonia de curación por Barbilla Peluda de Halcón Zumbador, el que cantara fusil en mano y sentado en su tipi durante la batalla de Little Big Horn. Luchó contra el ejército en las escaramuzas posteriores a la matanza de Wounded Knee. Viajó con el circo de Buffalo Bill, tiempo en que su poder de recibir visiones quedó congelado. Y experimentó, en fin, la desaparición del bisonte, la derrota, el expolio, la deportación y la prohibición en 1882 de la práctica de las religiones pieles rojas. De aquellos encuentros salió un libro -Alce Negro habla- llamado a convertirse -junto con La pipa sagrada, fruto de posteriores conversaciones de Alce Negro con Joseph Epes Brown- en la principal fuente escrita de conocimiento acerca de la visión del mundo y el universo espiritual que, más allá de los rasgos autóctonos de las creencias de cada tribu, regían la vida de los pieles rojas conquistados, reducidos en apenas cincuenta años a la condición de parias.
La editorial Capitán Swing ha reeditado ahora el primero de ellos, que de salida pasó prácticamente inadvertido pero, treinta años después, como una bomba de efecto retardado, fue relanzado con espectacular éxito merced a su descubrimiento por Jung y la contracultura, convirtiéndose en un clásico al que las décadas no han restado poder de fascinación. En el nuevo prólogo, Vine Deloria Jr. se refiere a la controversia que desde su aparición ha acompañado a esta obra en el sentido de cuánto y qué dijo y cuánto y qué añadió de su propia cosecha un Neihardt acaso armado, como tantos antropólogos, con un guión sobre lo que los nativos se supone que deben decir, pensar y creer para ser “auténticos”. Y se incluye un interesante apéndice con ensayos sobre este particular y en torno a la figura de Neihardt entre los que destaca el debido a la pluma de Raymond J. DeMaille, responsable de las notas a pie con observaciones acerca de las discrepancias entre el texto y la transcripción original y sobre qué pasajes o expresiones deberían ser atribuidas más a Neihardt que a Alce Negro.
Es obvio que, cuando ambos hombres se encontraron, el viejo guerrero llevaba mucho tiempo ejerciendo como catequista católico y, sin renegar de sus creencias originales, las había aparentemente dejado en standby, depositándolas con sumo cuidado y mimo en una sala de su conciencia que no era, desde hacía años, la más frecuentada por él. Ya desde la rápida expansión del movimiento de la Danza de los Espíritus, clásica engañifa en la que elementos bíblicos y evangélicos son superpuestos sobre las creencias escatológicas tradicionales del pueblo al que se aspira a terminar de desarticular y someter, de modo que, al sacar el conejo de la chistera, resulta que Jesús era “indio”, la Gran Mujer Bisonte era “la Virgen María” y los rostros pálidos son los “judíos” que mataron al Salvador… Ya, deciamos, desde los días de la Danza de los Espíritus, mesianismo prefabricado utilizado para propiciar el asesinato de Toro Sentado y el exterminio de la tribu de Pie Grande, la espiritualidad sioux había caído en picado, quedando tan mutilada y hecha papilla como las mujeres y niños destrozados por los cañonazos en Wounded Knee y dejando a sus seguidores sumidos en la decepción y la confusión y de lo más proclives a, en su desesperación, abrazar cualquier pastiche.
Pero también parece bastante evidente que sus reflexiones de tantos años hicieron cristalizar en el ánimo de Alce Negro la convicción de que, lo mismo que la visión por él obtenida en su día en el marco de evangelismo “étnico” de la Danza de los Espíritus había resultado ser espuria, tampoco el catolicismo era terno cortado a medida de las hechuras sioux. De hecho, Joseph Epes Brown dejó constancia en su correspondencia, aquí traída a colación, de cómo, en tan tardía fecha como 1947, Alce Negro aspiraba -significativamente, con el apoyo de un trapense y frente a la indignación de los curas- a revitalizar y reinstaurar en las reservas los ritos tradicionales sioux, antojándosenos obvio que es en actitudes como aquella suya donde hay que buscar las semillas de la fundación años después, en 1968, del American Indian Movement, integrado por indios urbanos, pero inspirados por la guía de maestros tradicionales que habían custodiado como habían podido, en las reservas, el tesoro espiritual reprimido por los invasores.
Partiendo de que ninguna traducción ni transcripción son perfectas y sin dudar de que Neihardt edulcorara, embelleciera o maquillara ciertas cosas o rellenara este o aquel hueco, nos parece que los contenidos del libro son mucho más coherentes con lo que pensaría y diría un hombre santo perteneciente a un pueblo de mentalidad tradicional y en contacto con una fuente de sabiduría espiritual que con los presupuestos intelectuales y vitales de un docente occidental, por más que este último hubiera recibido en su juventud, a través de lecturas, la influencia del Vedanta hindú. De hecho, el seguimiento de las notas a pie debidas a DeMaille deja claro, a nuestro entender, que, aparte de aportar su estilo literario, Neihardt se limitó a todas luces a retocar el tono -de modo que la lectura del libro no fuese demasiado ardua para el lector norteamericano medio- y a introducir alusiones a batallas y personajes que enmarcaran en un contexto histórico el relato, lo que no nos parece nada grave, la verdad.
Transcurrido casi un siglo desde su debut editorial, Alce Negro habla no ha perdido, como decíamos, ni un ápice de su garra narrativa. Tampoco el puntilloso debate académico -indigenista o pijo- en torno a las intromisiones “literarias” de Neihardt ha logrado, a nuestro juicio, desprestigiar ni debilitar la impronta de voz de la Tradición con que un Alce Negro ya iconizado ha seducido a varias generaciones de lectores, por lo que no cabe sino felicitar a Capitán Swing por su apuesta de enganchar a una más a la siempre deleitosa degustación de estas páginas con aroma a hígado crudo de búfalo todavía sanguinoliento.
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