El Mediterráneo hace ya demasiados años que se convirtió en una fosa común. 2023 se cerró con casi 2.200 personas muertas, la cifra más alta desde 2017 y, a pesar de ello, la Unión Europea se muestra cada vez más insolidaria, con un reciente pacto migratorio más preocupado por proteger sus fronteras que los derechos humanos. Conocido el sufrimiento de estas personas a bordo de esas embarcaciones precarias, en raras ocasiones echamos la mirada atrás, al infierno que previamente han de atravesar antes de embarcar. La periodista irlandesa Sally Hayden lo ha hecho y Capitán Swing nos trae su descarnado Cuando lo intenté por cuarta vez nos ahogamos.
Corría un 26 de agosto de 2018 cuando Hayden se topó con un mensaje de Facebook. Lo escribía un migrante desde un centro de detención en Libia, denunciando las lamentables condiciones en las que se encontraban allí hacinados. Después de que Hayden realizara las oportunas comprobaciones, propuso el tema a diversos medios de comunicación, pero los habituales ritmos de decisión que acostumbran a tener con los periodistas freelance enfrentado a la urgencia de lo que se vivía en Libia hizo que la irlandesa optará por comunicarlo a través de Twitter (ahora X). El revuelo que se armó desembocó en una cobertura de la BBC y el traslado de centro de los migrantes.
A partir de ahí, el contacto de Hayden entre migrantes retenidos en diversos centros de detención libios corrió como la pólvora. Cuando lo intenté por cuarta vez nos ahogamos recoge las desgarradoras historias de varias de estas personas que huyeron de países como Eritrea, Etiopía, Sudán, Somalia… en busca de un futuro mejor en Europa y terminaron encerrados durante años en centros de detención libios o muertos a manos de los traficantes antes, incluso, de llegar al Mediterráneo.
El libro de Hayden es un ejercicio de buen periodismo, repleto de fuentes y referencias que nos sumerge en el sufrimiento de centros de detención y almacenes de traficantes en Libia en los que la tuberculosis campa a sus anchas, donde se priva a las personas migrantes de higiene –centros con cuatro baños para 3.000 personas-, de comida, de libertad, en espera del pago de grandes sumas de dinero por parte de sus familias. En ocasiones, la periodista veía imágenes atroces en Facebook como aquella de «una mujer que tenía las muñecas y los tobillos atados a la espalda, vómito de color rojizo o sangre al lado de la cara y una picana eléctrica cerca de ella», compartida más de 1.200 veces y con 273 Me gusta, corazones y emoticones tristes.
La realidad que nos presenta Hayden es la de traficantes de seres humanos que se apuestan grupos de migrantes en casinos de Dubái, de pagos de hasta 17.500 dólares por grupos de 150 somalíes, de continuos conflictos en Libia que aún complicaban más la vida de las personas migrantes. Este crudo relato, además, es una enmienda a la totalidad a las políticas de migración de la Unión Europea y a la labor que ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) realiza sobre el terreno.
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«ACNUR escucha a los soldados, no a nosotros». Le contaba el joven eritreo Essey a la periodista desde su detención. ACNUR es la responsable de determinar qué migrantes adquieren el estatus de refugiado, pero la red de corrupción y sobornos que describe Hayden es descorazonadora, con pintadas en centros de detención como el de Suq al Khamis, escritas con un cepillo de dientes y una mezcla de dentífrico y carbón, como «¿Dónde está ACNUR? Aquí se han vendido a tres personas» o «Qué Dios te ayude si entras aquí. Libia es un mercado de seres humanos».
Es desolador cómo, a pesar de que Europa es consciente de cuanto sucede en Libia -denunciado repetidas veces por activistas como Helena Maleno-, prioriza que este país actúe como muro de contención desde hace años. Tal y como se relata en el libro, ya en 2012 el Tribunal Europeo de Derechos Humanos decretó que los barcos europeos no pueden devolver refugiados a Libia porque allí sus vidas corren peligro. ¿Qué hizo la UE? Equipar, entrenar y financiar a la Guardia Costera libia para que sea ella directamente quien realice el trabajo sucio. La propia Frontex, describe la autora, en lugar de auxiliar a las embarcaciones precarias de migrantes que detectaba en alta mar, comunica sus coordenadas a la Guardia Costera Libia para que se hagan con ellas antes de que lleguen a costas europeas o sean encontradas por barcos como el Open Arms o el alemán Sea-Eye (en el que Hayden se embarcó).
Pocas buenas palabras tiene Hayden para ACNUR, detallando sobornos a su personal, el mismo qué decide quién obtiene el estatus de refugiado o refugiada. Como ejemplo, 2017, cuando de las algo más de 107.000 personas refugiadas que se reubicaron en todo el mundo, tan sólo 65.000 lo fueron a través de ACNUR, a pesar de que ese año tenía bajo su jurisdicción a 17 millones de refugiados y refugiadas. Mientras, los cargos de ACNUR y la ONU viven ostentosas vidas, con grupos de trabajo en hoteles de lujo y dietas que equivalen a varios meses de sueldo de población local.
El retrato que hace Hayden de ACNUR, tanto en Libia como en Sudán, es el de una organización más preocupada por cuidar su imagen para continuar recibiendo fondos que de utilizar esos fondos para la protección internacional de quien la precisa. Este relato y el elogio que, en cambio, se hace de la labor de Médicos Sin Fronteras, me recordó a la entrevista que realicé hace más de una década a un cooperante que se pronunció en los mismos términos.
Este libro lleva al lector a la miseria y el sufrimiento que se viven en estos centros de detención libios, en los que se pueden permanecer varios años antes de tener la oportunidad de jugarse la vida en el Mediterráneo. «¿Vienes para morir o mueres para vivir?», le preguntaron una vez al adolescente Essey. «Morimos para vivir», contestó. Essey tuvo suerte, tras años de dolor y desamparo por parte de ACNUR y la UE, llegó a Italia y, desde allí consiguió viajar hasta Luxemburgo. Corrió mejor suerte, por ejemplo, que la joven que se retorcía de dolor en el centro de Abu Salim después de que le electrocutaran un pecho por resistirse a que un traficante la violase, que finalmente murió ahogada en 2020 en otro intento por cruzar el mar.
Sin embargo, todos estos años de encarcelamiento, de penurias, de sus derechos humanos pisoteados, hacen mella, dejan una huella imborrable que en ocasiones conduce a estas personas al suicidio, a pesar de encontrarse ya en libertad en suelo europeo. «Yo soy libre, pero mi mente no ha llegado aún a su destino final», reconoce Essey. Cuando lo intenté por cuarta vez nos ahogamos es periodismo en estado puro, un alegato de denuncia de la miseria moral que destilan ACNUR y la UE y una defensa de quienes un día reclamaron el auxilio de Hayden y ésta ayudó como mejor sabe: escapando de la censura –que también sufrió- y sacando a la luz lo que otros ocultan.
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