Cuando Hitler se propuso conquistar el planeta, tal vez debería haber pensado en otro pequeño detalle: no le había salido bien ni organizar unos Juegos Olímpicos tres años antes.
Berlín 1936 debía haber sido la gran fiesta internacional del nazismo, el evento que hubiera dado legitimidad mediática al III Reich.
En lugar de eso, han quedado en la memoria popular como las olimpiadas de Jesse Owens, el atleta negro nieto de un esclavo de Alabama al que Hitler vio recoger 4 medallas de oro en lisos, relevos y salto de longitud.
Siendo suaves, podríamos decir que los 4 récords de Owens parecían desmontar la superioridad física de la raza aria. Cuenta la leyenda que Hitler solo estrechaba manos de atletas alemanes el primer día. Cuando un consejero le recomendó hacerlo con todos, el Führer decidió ser democrático por una vez: no lo haría con nadie. Cosas de nazis.
El otro revés se lo darían al III Reich nueve trabajadores del estado de Washington unos días más tarde. Su historia la recoge el libro Remando como un solo hombre, que ahora publican Nórdica y Capitán Swing.
Cuando se conoció la designación de Berlín como sede de los juegos del 36, Avery Brundage, presidente del Comité Olímpico de EE.UU., anunció que su país no participaría.Tras una visita a Alemania de la que volvió diciendo que los judíos estaban siendo bien tratados, cambió de opinión.
Joseph Goebbels, el ministro de propaganda nazi, era el verdadero cerebro tras Berlín’36. Fue él quien convenció a Hitler de lo apropiado del lavado de cara olímpico para el régimen nazi. A seis meses de los juegos, los nazis retiraron los carteles de “los judíos no son bienvenidos aquí” a la entrada de ciertos hoteles, restaurantes o tiendas.
El único boicot a Berlín’36 procedió de la II República española. Barcelona iba a organizar el 19 de julio de 1936, como protesta, la Olimpiada Popular. Allí participarían judíos o atletas alemanes e italianos represaliados por ser de izquierdas. El golpe de estado franquista se llevó el evento por delante.
Mientras Franco era ayudado por Alemania, las democracias parlamentarias se enredaron en debates estériles. Nos suena. Lo que sí cuesta creer es que en los años 20 y 30 del pasado siglo el remo no era cualquier cosa:en las Olimpiadas era el segundo deporte más importante, tras el atletismo.
En EE.UU. ni el mismísimo JoeDiMaggio le robaba espacio a este deporte en el New York Times. Si el timonel de un equipo se resfriaba, salía en las portadas. Era considerado un deporte de caballeros, a imagen y semejanza de la tradición de las élites británicas de Oxford y Cambridge.
Pero en aquellos entrenamientos en el frío extremo noroeste de EE.UU., no lejos del golfo de Alaska, no había hijos de abogados. Muchos de ellos, como Joe Rantz, eranagricultores. Otros eran leñadores o pescadores furtivos de salmones.
Digamos que había un poco menos de destreza con el cuchillo de pescado y un poco más con la caña que lo pesca. En la competencia para elegir la representación olímpicahabían desbancado a deportistas universitarios y se habían convertido en el equipo estadounidense de remo para Berlín’36.
Su papel en los juegos podría cambiarles la vida, pensaban. Estímulo no les faltaba: aburrimiento eterno en un pueblo gélido o las portadas y la gloria de todo un país.
Muchos eran inexpertos. Entrenaron intensamente en los cinco meses que tenían de margen. Cuando todo estaba listo para salir hacia Europa, uno de los miembros del equipo, el timonel Bobby Moch, recibió una carta de su padre revelándole un secreto: era judío.
Finalmente, llegó el momento de zarpar desde Nueva York en el barco Manhattan. Conforme la estatua de la libertad se hacía pequeña y la noche negra del Atlántico norte era lo único que existía, la Alemania nazi se acercaba.
Aquellos chicos de pueblo llegaron a Berlín y ocurrió lo que tenía que ocurrir: quedaron fascinados. No con el nazismo, sino en esa manera casi infantil en la que tantos turistas estadounidenses —también en el siglo XXI— se dejan conquistar por la vieja y fantasmagórica Europa.
Los chicos entrenaban con plumas indias, comían Bratwursts por el bulevar Unter den Linden, compraban cámaras Kodak, ligaban con transeúntes alemanas que en Washington serían misses y cada vez que escuchaban un ‘¡Heil Hitler!’ bromeaban entre ellos gritando ‘¡Heil Roosevelt!’. Mientras, fueron avanzando hacia la final.
El 14 de agosto de 1936 a las seis de la tarde todo estaba listo para la final de ocho con timonel. El entrenador estadounidense, Al Ulbrickson, había montado en cólera poco antes: contrariamente a los tiempos de clasificación, el Comité Olímpico Alemán había asignado el carril más desfavorable, el más lejano a la orilla, a EE.UU. El mejor carril, el 1, era para Alemania.
No era la única desventaja para los de Washington, que también tenían enfrente a los italianos de Mussolini y a británicos universitarios. Don Hume, el remero de popa, competiría en mitad de una intensa fiebre. 75.000 espectadores estaban en el lago Langer See a pesar de la lluvia y de un cielo del mismo color que las camisas pardas de las SA hitlerianas. Las cámaras de Leni Riefenstahl grababan.
“¡Remad!”. Aquello que salió del bote norteamericano no era una orden, era un grito desesperado. Se habían despistado y no habían escuchado la salida. Tenían una palada y media de retraso con Alemania, que encabezaba la carrera.
Había que remontar. Había que remar la carrera entera a sprint. A 170 pulsaciones por minuto.
Italia había adelantado a Alemania en cabeza. Los chicos de Washington estaban a 5 segundos de distancia. Una eternidad. Y la meta se acercaba.
Hitler y Goebbels se pusieron los binoculares. En el bote estadounidense: “¡subid el ritmo!”. A 200 metros de la meta, se pusieron en cabeza. Sin embargo, alemanes e italianos volvieron a igualarles.
No había que mantener el ritmo: había que aumentarlo. Como en una metáfora de lo que era entonces aquella Alemania, los gritos de “¡Deutsch-land, Deutsch-land!” desde la tribuna ahogaban las órdenes del timonel judío Bobby Moch.
La mayoría de los allí presentes, incluidos los deportistas y también los jerarcas nazis, no sabían quién había ganado. La megafonía anunció “Amerika”.
Unos chicos de un pueblo cercano a Seattle intentaban transformar el agarrotamiento de sus rostros en una sonrisa. Lo lograrían poco a poco, pero ya cuando Hitler había dado media vuelta y se había largado de allí. Goebbels, detrás, había hecho de perrito faldero.
Esa noche no porque estaban muertos, pero a la siguiente los chicos de Washington se fueron de fiesta. Algunos se acostaron a las diez de la mañana. Al fin y al cabo aquello ya no iba de sprints.
Gracias a aquellos seis minutos en el lago, los chicos volvieron a casa convertidos en héroes. Atrás dejaron una Alemania en la que, una vez acabada la olimpiada, había que retomar la normalidad: los carteles contra los judíos volvieron a colgarse. El rearme enfilaba la guerra.
Al otro aguafiestas de Berlín’36, al negro Jesse Owens, al nieto de esclavo, no le había dado la mano Hitler en Berlín, pero Roosevelt tampoco quiso recibirle en la Casa Blanca.
Claro, Roosevelt necesitaba los votos sudistas para las presidenciales de aquel año. Aquel era un público al que no le convencía la idea de que un ganador de 4 medallas de oro tuviera derecho a sentarse en la parte delantera de un autobús.
Parece que Roosevelt era muy de sus asuntos. Con los nazis comiéndose el mundo, no movió un dedo hasta que en 1941 los japoneses, aliados de los nazis, agujerearon Pearl Harbor a conciencia.
Entonces sí, entonces Estados Unidos mandó a varios chicos de pueblo a Europa. Pero esta vez no iban a hacer remo.
Autor del artículo: Ignacio Pato.
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