Richistán, el país sin geografía ni fronteras, sin Estado, sin leyes y sin pueblo llano, donde habitan, sin otro dios que Mamón ni más profeta que Forbes, los superricos de la Tierra, se fortalece y se hace más exclusivo. Supongo que, como me ha sucedido a mí, algunas de mis improbables lectoras —mis semejantes, mis hermanas— también habrán experimentado la desagradable sensación de que un viscoso ciempiés les recorría la columna vertebral mientras leían Una economía al servicio del 1%, que es como se denomina, con toda propiedad, el estremecedor último informe de Oxfam. Resumiendo: en los últimos cinco años, el patrimonio de las 62 —ojo: sesenta y dos— personas más ricas del mundo se ha incrementado un 44%, mientras que la riqueza en manos de la mitad más pobre del planeta se redujo un 41%; dicho de otro modo: 62 superplutócratas son ya tan ricos como los 3.600 millones de personas más pobres del mundo. La riqueza se concentra cada vez más en cada vez menos gente. Y no solo porque el dinero llama al dinero, sino porque Richistán manipula en su propio interés el poder económico, el político y la información, ampliando geométricamente la brecha de la desigualdad. Mientras el mundo se da la vuelta de una vez, conviene saber qué piensan sobre los orígenes de la desigualdad algunos prestigiosos liberales biempensantes. Así, Jared Diamond insiste en su último y sintético librito, Sociedades comparadas (Debate), en buscar prioritariamente los orígenes de la desigualdad en absolutos deterministas como la geografía o las instituciones (particularmente interesante resulta su análisis de la sociedad china en los siglos XV y XVI). Y algo parecido viene a decir Henry Kissinger, gurú imperial jubilado, exasesor de Nixon y Ford, y premio Nobel de la Paz, que en su sugerente, y muy discutible, Orden mundial explica las brechas de hoy, entre otras cosas, por el “carácter” de las naciones, y aboga, con argumentos que agradarían a un editorialista de la Fox, por una especie de nueva Paz de Westfalia (1648) que ponga (de nuevo) orden en el desorden del mundo.
James
Gran festival de reediciones y novedades de las obras de Henry James (1942-1916) con motivo del centenario de su muerte. Además de una nueva traducción (¡a tres!) de la rebautizada La vuelta de torno (Asteroide) y de la edición “crítica” de Lo que sabía Maisie (Cátedra), Penguin Clásicos, en cuyo catálogo ya se encontraban algunas de sus obras mayores (entre otras, esas dos obras maestras que son Los embajadores y El retrato de una dama), publica ahoraFantasmas, una recopilación de relatos sobre esos no-personajes, tan sutiles como intangibles, que James bordaba como pocos. También Alba (grupo Moll), que sigue con su (mala) costumbre de no indicar en la página de créditos cuándo y en qué colección publicó la primera edición, reedita (limitándose a poco más que cambiarles la cubierta) dos estupendas nouvelles del autor —Los papeles de Aspern y El eco— y una novela aún primeriza (El americano, 1877) con una magnífica primera parte que refleja el choque cultural del ingenuo y sencillo americano con la Europa pretenciosa y decadente —un tema muy querido por James— y una segunda parte, menos lograda, en la que la trama se desliza hacia un prolijo melodrama con tintes neogóticos. Pero la gran aportación de Alba al centenario es, sin duda, la publicación, en traducción de Miguel Temprano García, de Las alas de la paloma (1902), una de las grandes novelas de su última época que, hasta la fecha, no había tenido demasiada suerte editorial en España. Aunque al propio James estaba lejos de gustarle demasiado, se trata paradójicamente de una de sus novelas que prefiero, algo que también me ocurre con La casa verde, que tampoco está entre las favoritas de Vargas Llosa, o con El ruido y la furia, el “espléndido fracaso” de Faulkner. James, un genio del realismo psicológico, plantea una compleja historia de amores apasionados y ambición social a cargo de un conjunto de personajes absolutamente redondos, entre los que destacan la sensible, enfermiza y riquísima joven norteamericana Milly Theale (interpretada en la película homónima de Iain Softley, 1997, por Alison Elliott) y la arribista, amoral y contradictoria británica Kate Croy (Helena Bonham Carter), dos de los mejores personajes femeninos del gran maestro del retrato moral de la novela de finales del XIX.
Adanismos
Me inquieta el adanismo de algunos editores. Es como si quisieran hacernos creer que, antes de ellos, la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas se cernían sobre la superficie del abismo (Génesis 1-2). Por eso, cuando reeditan meritorios libros publicados antes por otros colegas, no tienen la cortesía de incluir la referencia —agradecimiento, homenaje— en las páginas de crédito, que, por cierto, también se llaman “de cortesía”. Ese es el caso, por ejemplo, de Capitán Swing, que acaba de rescatar (incluyendo la traducción de Jordi Solé Tura) la muy recomendable biografía de Antonio Gramsci, de Giuseppe Fiori, que Península publicó por vez primera en España en 1968, una época en la que era mucho más difícil dar a conocer este tipo de libros. Y Swing la ha (re)publicado tal cual, sin modificar nada ni poner al día la bibliografía; sólo sustituyendo el título anterior, Vida de Antonio Gramsci, por el subtítulo ‘Vida de un revolucionario’. Y sin embargo el libro de Fiori sigue siendo una pieza fundamental para el conocimiento del personaje. Gramsci (1891-1937), que además de político (y fundador del PCI) fue filósofo, periodista, lingüista y (perspicaz) crítico literario, estuvo prisionero en las cárceles del Estado fascista durante largos años, lo que, a la postre, le permitió adoptar posiciones más equilibradas en las desgarradoras luchas intestinas que agitaron la Internacional Comunista durante los años veinte y treinta. “Pesimista de la inteligencia y optimista de la voluntad”, fue precisamente en prisión cuando tuvo tiempo para perfilar algunos rasgos esenciales de su pensamiento teórico: la noción de hegemonía cultural, por ejemplo, el papel de los intelectuales o su crítica al materialismo “metafísico” de Engels. Fiori habla de todo ello sin olvidar al hombre y su carácter, moldeado sin duda por la temprana tuberculosis ósea que impidió su desarrollo normal (medía menos de metro y medio) y le produjo una deformidad en la espalda. Un libro importante que ha resistido con dignidad su medio siglo de vida.
Autor del artículo: Manuel Rodríguez Rivero
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