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50 islas en las que perderse (o no)

Por ABC  ·  05.11.2013

El mundo se ha vuelto global y, para algunos poco leídos, esta circunstancia supone que los viajes han perdido su sentido. En realidad, siempre ha existido una disociación entre desplazamiento en el espacio, esa voluntad cinética que ha caracterizado a nuestra especie durante cientos de miles de años, y el hecho cultural que denominamos viaje. Mientras el primero es una condición de supervivencia –siempre han transitado de un sitio a otro refugiados, emigrantes, desplazados y perseguidos–, el segundo constituye una representación del movimiento dentro de determinada cultura. No hay que olvidar que todas pretenden ser la forma dominante de humanidad. Los vecinos siempre son menos: civilizados, urbanos, ricos o guapos. El viaje constituye así una figuración a la que estamos condenados.

Hasta la época ilustrada, a nadie en el mundo occidental y en su sano juicio se le ocurrió que viajar era en sí mismo algo interesante o deseable. Carecía del halo romántico posterior. Nadie se iba de casa y abandonaba el cariño de los suyos por una manía ambulatoria. Los ilustrados franceses (Raynal, nada menos) inventaron que las colonias ultramarinas eran malas para Europa, no por la protección del «buen salvaje» ni mala conciencia, sino porque creyeron que en la abrumadora distancia de la civilización los europeos perdían su moral y costumbres, hasta llegar a ser peores que caníbales y antropófagos. Argumentos no les faltaron. El fascinante itinerario que Judith Schalansky propone en este volumen ofrece abundantes pruebas.

La autora parte de una honestidad esencial. No esconde nada, no sublima nada. Hay paraísos e infiernos en cada página. En sus propias palabras, bucea en su biblioteca, «impulsada por el deseo de encontrar mi propia isla en mapas antiguos y raros, y en las crónicas de los primeros descubridores de lugares remotos. No encontré ningún escenario idílico que calmara mi agitada existencia; todo lo contrario, en ocasiones deseé no haber descubierto algunos de estos lugares inquietantes y desolados, donde solo abundaban hechos terribles y completamente desdichados».

Una fogata durante quince años

No existe ficción, pues según indica no ha inventado nada, todo fue narrado por otros. La contienda de la veracidad no le interesa. Que cada cual vea, pero para hacerlo hay que llegar hasta estas cincuenta islas, situadas en los cinco océanos. Comienza con el Ártico y las islas Soledad, del Oso y Rodolfo. En la primera de ellas, en verano no se pasa de cero grados y lo único «vivo» que queda es el retrato de Lenin de la antigua estación polar soviética. En la del Oso se dedican a estudiar pájaros y en Rodolfo un explorador austrohúngaro que llegó en 1874 dejó para el futuro este gran mensaje: «Último punto alcanzable en dirección norte. Hasta aquí y no más allá».

Sobre el Atlántico, algunas islas remotas forman parte de la memoria penal del mundo. En la caboverdiana isla Brava esperan todos los días que los sepulte un volcán, mientras Santa Elena tuvo un regimiento británico que se ocupó de que el tirano Napoléon no resucitara de nuevo. Al sur, Bouvet es una isla noruega deshabitada que costó 75 años encontrar.

En la isla francesa de San Pablo, sobre el Índico, naufragó en 1871 el navío británico «Megaera». Estaba habitada por dos franceses, llamados «el gobernador», de unos treinta años y algo tullido, y «el súbdito», cinco años menor, alpinista nato: «El súbdito no deja de referirse al otro habitante de la isla como un hombre bueno, muy muy bueno; mientras que el gobernador describe a su subordinado como un hombre malísimo, malo, requetemalo». De Diego García nos cuenta que los británicos echaron a los habitantes nativos para erigir una base militar y en Tromelin unos náufragos mantuvieron viva una fogata quince años, con la esperanza de que los encontraran.

La esposa de un ballenero

El Pacífico, monarca de los océanos, lo es también de las islas remotas, hasta un total de 27. Entre ellas, la chilena de Juan Fernández, llamada por los españoles «Más a tierra», donde nació Robinson Crusoe. O la australiana Macquarie, cuyos pájaros mataron a picotazos al cadete curioso Henry Eld un siglo antes de Hitchcock. En Norfolk estuvo la peor prisión británica en el mejor lugar del mundo. A los presos les daban al mediodía gachas de patatas y maíz, cecina y agua de un cubo; por las tardes les golpeaban hasta que se desmayaban del dolor. En Pukapuka las convenciones sexuales no operaban. Para asombro de Robert Dean Frisbie, natural de Cleveland, la virginidad carecía de valor.

En Galápagos llegó a reinar una timadora austriaca y en Kiribati se tatúan todo el cuerpo a fin de prepararse para el tránsito al más allá. Sin tatuajes, no hay paraíso. En Pingelap los habitantes viven en gris, pues no distinguen los colores. La mexicana isla Socorro, descubierta por Hernando de Grijalva en 1533, está habitada por 250 habitantes. Su nombre antiguo era «Anublada». Imaginamos la causa. En cambio, nos quedamos sin saber por qué una de las Marianas pasó de llamarse «San Ignacio» a «Pagana». De la Antártida, mejor no hablar. ¿O sí? En Decepción habitó Marie Betsy Rasmussen, la primera y única mujer que soportó aquello. Era la esposa de un capitán ballenero. Sería por eso.

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