Aquella época en que la autoayuda consistía en seguir consejos para convencerse de que se podía ser feliz sin importar las condiciones materiales en que nos tocara existir parece ser agua pasada. Dejando de lado cualquier calificación despectiva, la ayuda que hoy –un tiempo de precariedades individuales e incertidumbres colectivas– podemos procurarnos se asienta, quizá, en la escucha profunda de otras experiencias. En este caso, la lectura atenta de una aventura vital contada con honestidad y algunas líneas de belleza poética. Hablamos de la compasión verdadera que contiene El sendero de la sal de Raynor Winn, un best-seller británico que aparece esta misma semana en español, gracias a la edición de Capitán Swing, con traducción de Lucía Barahona.
Aquí no hay recomendaciones que haya que seguir a pie juntillas, sino el testimonio de una mujer de más de cincuenta años, a la que un día, como resultado de una errónea inversión, le embargan su casa, que es una granja de cuya economía dependen ella y su marido. Desalojados sin derecho a réplica, Raynor y Moth tienen que inventarse alguna razón por la que volver a dar pasos hacia algún lugar. La pesadilla se completa con el diagnóstico fatal de una enfermedad degenerativa que le cae como una losa sobre los hombros a Moth. ¿A qué habitante actual de esta Tierra puede resultarle indiferente semejante infortunio? Por empezar, ¿cómo se resetea la vida a partir del instante en que te quedas en la calle?
Si acaso Raynor Winn tiene una receta, puede que sea esta: “Caminar hasta que dejemos de hacerlo y puede que en el camino encontremos algún tipo de futuro”.
En esta temporada en que la acción de peregrinar hace furor, mientras nos informan que el Camino de Santiago se ha convertido en una romería y que las posadas ya no tienen plazas, vale la pena enterarse cómo es andar sin ninguna certeza y sin siquiera unas monedas para la “voluntad” de algún albergue monacal.
Ciertamente, este es otro paso-a-paso, sin lugar al que volver y que nos lleva a recorrer, a pie, junto con la autora galesa, casi mil kilómetros del conocido como El sendero de la Costa Sudoeste de Gran Bretaña, por la orilla de una península que bordea el canal de Bristol, de Minehead a Land’s End y el Canal de la Mancha, de Poole a Penzance. Su guía es el libro sobre esa ruta, escrito por el escritor de naturaleza Paddy Dillon, “el amigo que viajaba en el bolsillo”, según Winn.
La sed es lo único que importa
El recorrido vitalista no exime al lector, a la lectora, de esos lógicos e infaltables ratos tristes, o los renglones indignados, los del enfado antes de la desesperación, que suele llegar ante la falta de agua: “Entonces nos bebimos la última gota de agua que quedaba. El calor apretaba con fuerza. Necesitábamos hasta la última pizca de voluntad para mantenernos en pie y continuar. Donde tendría que haber habido arroyos, solo había grietas resecas en el terreno. La sed sobrepasó al hambre en un atávico anhelo de agua: la necesitábamos y la necesitábamos urgentemente”.
Donde hay sed, nada más resulta relevante. Raynor y Moth pasaron literal hambre durante los primeros meses de su excursión de dos recientes almas sin-techo que, sin embargo, tienen un cuerpo que se llena de remordimientos y de sed.
“Estúpidos, estúpidos, estúpidos. Estúpidos por pensar que podíamos hacer este camino, por no tener dinero suficiente, por pretender que no éramos personas sin hogar, por equivocarnos en el proceso judicial, por perder el hogar de nuestros hijos, por no tener suficiente agua, por fingir que no nos estábamos muriendo, por no tener suficiente agua”, repite Raynor.
Su clamor sobre la importancia del agua llega a sentirse en el propio cuerpo: “El escozor, la necesidad desesperada de agua se apoderó de todas las demás necesidades, enmascaró el dolor de nuestras articulaciones, el de los pies castigados y ampollados, el de la piel quemada por el sol, herida y maltratada. Lo demás daba igual; necesitábamos agua”.
El estigma de la falta de dinero
Detenerse ante el lamento no era una opción: “¿y si nos parábamos y nos quedábamos quietos durante demasiado tiempo?” Si alguna posibilidad da la vida es la de tomar decisiones y en ese hilo dramático, Winn mantiene a los lectores expectantes: “El viento traía el aire caliente procedente del Canal de la Mancha. Elegimos quedarnos en la arena, con la sal en el pelo. El mar azul se deslizaba sobre nuestros pies, el agua de la vida que se elevaba en mareas imparables, escalando, irresistible. Todavía no, porque de momento nos hallábamos por encima, respirando, vivos. Seguíamos sin tener un hogar, pero esta vez disponíamos de una posible fecha de finalización”.
Recorrremos a pie, junto con la autora galesa, casi mil kilómetros del conocido como El sendero de la Costa Sudoeste de Gran Bretaña, por la orilla de una península que bordea el canal de Bristol, de Minehead a Land’s End y el Canal de la Mancha, de Poole a PenzanceLa autora de The wild silence (el silencio salvaje) elude la consabida especulación del “¿y si…?” (¿y si hubiéramos hecho tal o cual cosa?); prefiere seguir levantándose cada mañana nada más que para poner un pie delante de otro, “al amparo de un horizonte intocable”. En este caso, la línea del horizonte es la del mar, pero resulta –así dicha– tan poética como para creer en ese amparo, algo así como “el cielo protector” de Paul Bowles.
Ray y Moth comprueban que la condición de ser personas sin hogar es tan abrumadora para el que lo escucha, que por algún tiempo deciden no mencionarlo, a riesgo de ahuyentar a los ocasionales compañeros de senda. En su lugar, ofrecen una versión edulcorada de excursionistas con todo el tiempo del mundo (“hemos vendido nuestra casa”): “La percepción generalizada que se tiene de las personas sin hogar enseguida presupone la existencia de un problema de alcoholismo, drogadicción o de salud mental, y estas ideas preconcebidas generan miedo y desconfianza”.
Winn es capaz de llevar el estigma de los vagabundos a un lugar de libertad impensada, como cuando la pareja advierte que ha olvidado cargar los medicamentos de Moth y, al contrario de lo que sospechaban, sin remedios y con ejercicio físico, él empieza a sentirse mucho mejor. Al mismo tiempo, la autora deja testimonios que le llegan desde el otro lado, el lado “normal” del mundo: “Ella estaba contando algo sobre problemas en el trabajo, era incapaz de pensar en otra cosa. Removí el té mientras me asaltaba la extraña toma de conciencia de que yo no tenía un trabajo por el que preocuparme, ningún problema doméstico que resolver. Es más, no tenía ningún problema. Más allá de no tener hogar y de que Moth se estuviera muriendo”.
Por fin, tras haber constatado cómo, en algunos sitios, se les niega a los caminantes la posibilidad de rellenar de agua una botella y cómo dejan de hablarles los peregrinos que conocen su situación económica, se pregunta: “como pueblo, ¿únicamente podemos responder a la necesidad si percibimos que es aceptable?”.
Vale la pena ensayar nuestras propias respuestas.
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