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La dulce ciencia

Por Blog de Pedro Delgado Fernández  ·  04.05.2018

“Aún hay taxistas en Madrid que me recuerdan por las crónicas de boxeo. Fíjate”, decía el otro día Manuel Alcántara –tras recibir en Málaga la Encomienda de la Orden de Alfonso X El Sabio– salpicando la conversación con una sarta de nombres y el recuerdo de míticas veladas pugilísticas.

Y traigo a colación al poeta, periodista y articulista del diario SUR porque he estado estos días enfrascado en La dulce ciencia de su homólogo estadounidense A. J. Liebling.
Como Alcántara para el diario Marca, Liebling fue el cronista de los cuadriláteros para The New Yorker; igual que Pierce Egan lo fue del boxeo inglés del siglo XIX. Un Egan que da título al libro, pues así fue como éste denominó al boxeo (“La dulce ciencia de los moratones”) en su libro Boxiana o Escenas del pugilismo antiguo y moderno desde los días de Broughton y Slack hasta los héroes de la época actual de la molienda (1812).

Uno de los mayores encantos de Boxiana es que no se limita a ser una mera compilación de resúmenes de combates. Las historias asalto a asalto de Egan, con detalles incidentales como las fluctuaciones de las apuestas, son obras maestras del periodismo técnico, pero Egan también veía el cuadrilátero como un pedazo jugoso de la vida inglesa en ningún modo separable del resto. Sus descripciones del día a día lejos de la lona de los héroes (chicos que cargaban carbón, aguadores y carniceros) son una panorámica de la Inglaterra rastrera, sucia, feliz, brutal y sentimental de la Regencia que no encontrarán jamás en Jane Austen.

Introducción de A. J. Liebling (La dulce ciencia)

Lo mismo ocurre en La dulce ciencia. Liebling, que como Camus o Hemingway también boxeó, recoge en sus páginas las crónicas que escribió entre junio de 1951 y septiembre de 1955, la época dorada del ring estadounidense, pero lo hace deteniéndose no sólo en los momentos culminantes de los combates, sino también en el ambiente previo y posterior a estos, dejando que hablen los boxeadores, los entrenadores y segundos, los empleados de las salas, los representantes…, incluso los taxistas; convirtiendo cada historia en un soberbio retrato gráfico en el que Liebling actúa como si estuviera haciendo una investigación, como esos detectives del noir que no se fían de nadie. El escritor, que “siempre busca la historia humana detrás de la pelea”, asoma la cabeza en los textos, que parecen relatos, y eso hace que tengamos la sensación de estar acompañándolo en todo momento. Cuando estuve en New York en enero de 2009 me alojé en el Hotel Pennsylvania, frente al Madison Square Garden; el mismo pabellón al que he vuelto una y otra vez estos días de la mano de Liebling para ver boxear a Rocky Marciano, Joe Louis, Sugar Ray Robinson, Cassius Clay y tantos otros.

Y como si los editores de Capitán Swing hubiesen querido lanzarle un guiño a Manuel Alcántara, cierran el tomo con dos artículos que no estaban incluidos en la edición de 1956 (pues fueron escritos posteriormente) y que a modo de apéndice han querido incluir en esta edición bajo el título Versos y guantes: Poeta y pedagogo –sobre el combate en el Garden entre el bardo de Kentucky Cassius Clay y Sonny Banks en 1962– y Velada antipoética –en el que los protagonistas son el mismo Cassius Clay y Doug Jones, enfrentados también en el Garden en 1963–, narraciones que estoy seguro serán del agrado del poeta malagueño.

Cuando Floyd Patterson recuperó el título mundial de los pesos pesados después de noquear a Ingemar Johansson, en junio de 1960, emocionó en tal medida a Cassius Clay, un adolescente de Louisville (Kentucky), que Clay, que era un buen semipesado amateur, compuso una balada en honor de la victoria. […] En aquel entonces Clay estaba demasiado ocupado con sus entrenamientos para la competición olímpica que se celebraría en Roma ese verano para fijar en el papel su oda, pero la memorizó, como Homero y Gregson debieron hacer con sus versos, y luego la pulió en su cabeza.

La carrera de Cassius Marcellus Clay como poeta comenzó de manera inocente, cuando, en confianza, recitó a un par de periodistas la balada que había compuesto en honor de Floyd Patterson.

Los periodistas llevaron la balada al papel y después otros compañeros animaron al chico a reincidir. A continuación se produjo un rápido declive en la calidad de los versos de Cassius, en paralelo a un fatal incremento de su volumen. Se convirtió a sí mismo en su temática favorita…

Empezó a predecir el asalto en el que despacharía a cada oponente, y a veces acertaba.

“Cambio lo que dije hace un rato, / en lugar de en seis, Doug cae en cuatro”.

Si en su debut como profesional contra Sonny Banks no consiguió llevar a espectadores de pago al Garden (la retransmisión de los combates por televisión habían hundido las taquillas en todos los Estados Unidos), su siguiente visita al pabellón, para enfrentarse a Doug Jones, agotó las entradas; algo que no se había visto desde el enfrentamiento entre Joe Louis y Rocky Marciano en 1951. Lo que no esperaba Clay, esa noche, es que el público se pusiese de parte de su rival.

Un espeluznante e inicialmente inexplicable ruido acompañó la llegada de Clay, pero mucho antes de que alcanzara al ring, su significado era ya inconfundible: la multitud lo estaba abucheando. Solo después, cuando subía los escalones hasta su rincón dando saltitos, comprendimos tanto él como yo por qué habían acudido esas diecinueve mil personas a ver actuar al alegre trovador. Querían verlo muerto. Un amplio “¡buuu!” corrió desde las gradas y el entresuelo, otro se elevó desde los asientos de pista y los situados en primera fila; se encontraron en el aire y se fundieron. Era la más enfática manifestación antipoética de la historia de los Estados Unidos.

A pesar de que al principio el público pensara que era un engreído, insolente y arrogante, Cassius Clay no tardaría en sacar al boxeo del invierno en que se hallaba metido con el ocaso de sus estrellas, fue un soplo de aire fresco que vino a “animar las cosas”. El para mí mejor boxeador de la historia, el campeón mundial de peso pesado durante 6 años (1964-1970), 3 años y 4 meses (1974-1978) y 1 año (1978-1979), constituye un verdadero mito del deporte, no solo estadounidense sino mundial, de ahí que su imagen colgase de las paredes del gimnasio Farouk en El boxeador, uno de los relatos que escribí para Carta desde el Toubkal (Ediciones del Genal, 2015), obra con la que fui finalista del VII Premio Desnivel de Literatura de Montaña, Viajes y Aventura.

El gimnasio Farouk olía a linimento y a sudor. Las paredes, manchadas de humedad, estaban forradas con pósters de Mohamed Alí, de Tyson y de Foreman, junto a los que había algunas fotos y diplomas de los pupilos del señor Farouk. Los boxeadores y los aspirantes frecuentaban el local a la última hora de la tarde, después de sus largas jornadas laborales. Llegaban con el estómago vacío, pero llenos de ilusiones, deseosos de que el míster los señalase para el siguiente combate. El señor Farouk los animaba a dejarse los nudillos contra las sacas de arena que colgaban del techo, les hacía saltar la comba y, sin perder la paciencia, les corregía sus desplazamientos en los pequeños cuadriláteros, marcados sobre el suelo con tiza. En una esquina del gimnasio se amontonaban, junto a tres espalderas y un viejo plinto, las barras y los discos de las pesas. El centro del salón lo ocupaba un ring de los de verdad, con su lona y sus cuerdas. Allí estaba aquella tarde, haciendo guantes, Rachid, su discípulo aventajado, su preferido, el que le hacía recordar sus tardes de gloria.

El boxeador (Carta desde el Toubkal), Pedro Delgado Fernández

La dulce ciencia, nombrado mejor libro de deportes de todos los tiempos por la revista Sports Illustrated en 2002, acaba de publicarse por primera vez en castellano –con traducción de Enrique Maldonado– en una cuidada edición de Capitán Swing. Si les gusta la literatura deportiva, o la literatura a secas, sumérjanse en sus páginas.

La nota de Archie Moore me dejó claro que estaba afilando su arpón para la Ballena Blanca [Hace referencia a su próximo enfrentamiento con Rocky Marciano].

Cuando leía noticias sobre Moore y su victoria por puntos ante un gran cachalote juguetón, el peso pesado cubano Niño Valdés, o metiendo en su red a un pececillo como Bobo Olson, el campeón de los pesos medios (dos combates de preparación), lo veía como un solitario capitán Ahab entrenándose para rebelarse contra Herman Melville, Pierce Egan y las apuestas. No creía que pudiera salirse con la suya, pero quería estar allí cuando lo intentara. ¿Qué sería Moby Dick si Ahab hubiera tenido éxito? Solo otra historia de pesca. Lo que la hace eternamente entretenida es la lucha del ser humano contra la historia, o lo que Albert Camus, que combatió como aficionado en los pesos medios, ha llamado el mito de Sísifo.

Ahab y Némesis (La dulce ciencia)

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