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La soledad es multitud

Por ABC Cultural  ·  30.09.2017

Tras un desamor, al aterrizar en una nueva ciudad, por bancarrota. A la soledad se puede llegar de muchas maneras: al enfermar, con una depresión, por el fin de una amistad. Y se puede estar solo en medio de la multitud, ya sea en Nueva York, Londres o Madrid. Se puede estar solo en la multitud de internet, por mucho que las redes sociales estimulen esa falsa sensación de cercanía. Ese mirar y ser mirados. La soledad es un estado de ánimo en el que vive mucha gente, dice la ensayista Olivia Laing (Brighton, Reino Unido, 1977). Porque no es lo mismo ser un solitario –vivir en la soledad– que sentirse solo.

«La soledad es una experiencia que produce vergüenza, tan contraria a la supuesta manera de vivir que resulta inadmisible, como un tabú que, al confesarse, parece destinado a forzar el alejamiento y la huida del otro». Estar solo, escribe en La ciudad solitaria (Capitán Swing, 2017), es como pasar hambre cuando alrededor todo el mundo se prepara para un banquete. Y a medida que ese sentimiento de vergüenza se proyecta, la persona sola se aísla poco a poco. «Duele como duelen los sentimientos».

Laing llegó a la soledad después de haberse enamorado locamente. Se marchó de Inglaterra a Nueva York para estar con su pareja, pero de pronto la relación se acabó. Desamparada, sin amor, se aferró a la ciudad. No fue suficiente. Salía a desayunar, caminaba sin rumbo por las calles de una ciudad excesiva, trabajaba. Pero después volvía a casa: «Me sentaba en el sofá y miraba el mundo por la ventana». Veía a gente que se reunía para cenar o escuchaba la música de su vecino mientras se horrorizaba con la idea de que pudieran verla sola, con la cara iluminada delante de su ordenador. Como si fuera una mujer de un cuadro de Edward Hopper.

En Hopper, y artistas como Hopper, Laing encontró la salida a esa «sensación irrefutable y omnipresente» de que le faltaba algo. La vía para recuperar la entereza no fue conocer a nadie ni enamorarse, sino el arte: acercarse a las creaciones de solitarios irredentos como Andy Warhol, David Wojnarowicz o Henry Darger, y a través de sus obras asimilar que «la soledad, el anhelo, no significan que uno haya fracasado, sino sencillamente que uno está vivo». La ciudad solitaria es un libro brillante y evocador, que muestra el recorrido de Laing para comprender su soledad, resistirla y redimirse de ella.

Al fin y al cabo, Laing no es más que una unidad dentro de ese 45 por 100 de adultos británicos que reconocen sentirse solos a veces o con frecuencia. En EE.UU. la soledad la sufre una cuarta parte de los adultos. Como la sufrió Warhol, el artista pop, que se rodeaba de sus creaciones a modo de barreras. «No quiero mezclarme demasiado en la vida de los demás… No quiero estar demasiado cerca… No me gusta tocar las cosas… Por eso mi trabajo es tan distinto de mí » , dijo. Wojnarowicz, autor de la serie fotográfica « Rimbaud en Nueva York», lo explicó en sus diarios: «De repente me doy cuenta de que voy por la calle, casi siempre solo, o estoy en casa solo, y poco a poco voy cayendo en un estado en el que apenas me comunico con nadie, y todo esto es por el deseo de conservar mi sensación de la vida y de lo que es vivir». La gente hace objetos por la necesidad de contacto, dice Laing; para aliviar su dolor o curarse la vergüenza: «Para desnudarse, examinar sus cicatrices, y también para resistir la opresión, para crear un espacio en el que pueda desenvolverse con libertad».

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