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Llegan los bárbaros

Por ABC cultural  ·  21.04.2011

Del mismo modo que la experiencia de los campos de exterminio transformó a un químico de Turín —Primo Levy— en escritor y relator universal del Mal llegado a extremos inimaginables, la Primera Guerra Mundial cambiaría vidas y rumbos. Aquel trauma les haría tomar conciencia a muchos jóvenes, antaño entregados a frenéticos y novedosos gestos de vanguardia, de que lo que se necesitaba ahora eran gestos de denuncia y protesta.

Ese sería el caso del poeta y dramaturgo Hugo Ball (1886-1927). Abandonando su interés por las experiencias culturales de su época, elaboró en 1919 un iracundo e insólito panfleto titulado Critica de la inteligencia alemana. En él lanzaba durísimas acusaciones contra «1os siniestros poderes» doctrinarios, despóticos y «anticristianos» que, como el Estado militarista-nihilista alemán, llevaron a la primera conflagración mundial de la Historia. Aquel Estado, como decía Hugo Ball en su brillante estudio acusatorio —«uno de los documentos más estimulantes y peculiares del anarquismo religioso», en palabras de Hermann Hesse—, se había arrogado la potestad de «pisotear los derechos y la neutralidad de los pueblos. Declarando la guerra y arrebatando territorios a las demás naciones».

Genios alemanes

En su dura e implacable requisitoria, donde dio muestras de un profundo conocimiento de la Historia de las ideas europeas, de su filosofía y movimientos religiosos, también repasaba 1a trayectoria de los diversos genios alemanes que iluminaron, proyectaron grandes sombras o condujeron directamente a la degeneración del espíritu y las costumbres de la Nueva Alemania. Una Alemania, Estado «fantasma y fetiche a la vez», que aunaba las fuerzas de «un gran pueblo trabajador y de sus aliados asesinos». Ese Estado había sabido «absorber o inutilizar todo esfuerzo opositor», abocado al «placer de la destrucción» (como lo denominó Bakunin), a la falta de libertad («una de las peores tradiciones alemanas es la de renuncia a la libertad»), a unas ansias de dominio sin límites y, por fin, al conflicto armado.

Dadaísta y fundador en 1916 del mítico Cabaret Voltaire en Zúrich, Ball se convirtió no solo en un personaje legendario, de actuaciones y puestas en escena estrafalarias, sumamente atractivo a la hora de entender el momento único que vivieron las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX, sino en un iluminado y en muchas ocasiones, visionario artífice de audaces y exactos diagnósticos de1 comienzo de la barbarie que iba a asolar Europa. «¿Qué es la barbarie sino la incapacidad para sufrir y tener conmiseración de los demás? ¿Qué es lo satánico sino la voluntad de multiplicar el tormento en lugar de eliminarlo?», se pregunta Ball en su libro.

Trincheras y barro

Original mezcla de artista y provocador, de socialista sui generis y de místico del catolicismo, ferozmente opuesto al protestantismo de Lutero —según él, uno de los villanos supremos del pensamiento alemán, junto a Hegel y Bismarck, a los que tampoco les andaban a la zaga Kant, Nietzsche o Marx—, Hugo Ball, autor de una magnífica biografía dedicada a Hermann Hesse (Acantilado), dio voz teórica, espiritual y moral a aquel fin del «mundo de la serenidad» del que hablaba Zweig en sus memorias. Un fin del mundo que no era otro que el de la llegada de la Guerra del 14. Las nuevas máquinas de destrucción, así como el pagano endiosamiento otorgado a un poder teológico sin precedentes, correría diabólicamente paralelo a la deshumanización ya la indiferencia total hacia lo humano vivida en los campos de batalla por los cientos de miles de soldados sin rostro que fueron sacrificados.

Tiene razón Germán Cano en su excelente prólogo al libro de Ball cuando afirma que, de ahora en adelante, el único rostro heroico reconocible de esa nueva y hasta entonces desconocida guerra de las trincheras y el barro será, el rostro fantasmal escondido tras una máscara de gas.

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