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Vida de un esclavo americano

Por La Torre del Virrey  ·  01.09.2010

Al redactar esta nota, y de acuerdo con lo que el activista norteamericano Wendell Phillips ha denominado una “declaración de libertad” en su carta de 1845 dirigida a comentar la autobiografía de Frederick Douglass publicada ese mismo año —situada ahora inmediatamente entre el ‘Prefacio’, que incluye la conocida Narración (The Narrative) de William Lloyd Garrison, y la obra por primera vez en una edición en español—, debo reconocer mi ignorancia acerca de si he sido capaz de solventar o no la dificultad de cómo empezar a escribir, especialmente cuando se trataría, en cierto modo, de exponer —es decir, de haber sabido leer y resumir, teniendo en cuenta, como Douglass, el antecedente de la Declaración de Independencia y la Constitución de los Estados Unidos— las condiciones de posibilidad de esa libertad e independencia a propósito de la obra y la Vida de un esclavo americano escrita por él mismo, haciendo de la premisa que guía estas páginas, al hallar la vida vinculada a la obra del autor, la tarea de empezar a escribir como una tarea que no ha de ser más sencilla que la de terminar de leer y cuyo resultado estará previsto por las condiciones propias de la escritura. En 1845 —superado el ecuador del período que transcurre desde la Revolución, más de medio siglo antes de la época de Douglass, hasta la Guerra de Secesión, los cuales podrían ser ambos los conflictos más decisivos de toda la historia de los Estados Unidos— Phillips era, igual que Douglass, miembro de la Sociedad Americana Antiesclavista (American Anti-Slavery Society), y contemporáneo suyo —aunque posteriormente llegaría a ser su presidente entre 1865 y 1870, mientras que Douglass ya habría clausurado el periódico La estrella del norte (The Night Star) que él mismo fundaría y dirigiría hasta 1860, el año en que Abraham Lincoln resultaría presidente electo de los Estados Unidos y Ralph Waldo Emerson publicaría La conducta de la vida—, y Douglass acababa de adquirir hace poco, lejos de la esclavitud en que se encontraba antes de huir por cuenta propia del Estado de Maryland, su propia independencia o la carta de naturaleza, por así decirlo, de la vida democrática. La Constitución significaba para Douglass una “gloriosa carta de libertad” digna de emulación (234). No obstante, durante la redacción y publicación de la Vida de un esclavo americano (Narrative of the life of Frederick Douglass, an american slave), aún cuando todavía era, en palabras de Phillips, un “esclavo fugitivo” y podría ser arrestado en cualquier momento, Douglass había sacrificado el anonimato y había depositado el valor de la vida en el valor de independencia de la obra, un logro que convertiría su autobiografía en un modelo de emancipación y su vida en casi una figura de culto para las siguientes generaciones libres de la esclavitud, tal y como podemos apreciar, por ejemplo, implícito en el Discurso de toma de posesión del presidente Barack
Obama a comienzo de 2009.

La “narrativa esclavista” —entendida ahora como un arte de escribir no tan ligado a la experiencia literaria como las “canciones del esclavo” que tenían su inspiración en la Biblia y que para Douglass pasarían de ayudar a mantener la vía de escape del Ferrocarril Subterráneo a formar parte de un Ferrocarril de la Superficie—, no sería suficiente para transmitir la auténtica condición de la esclavitud, debido a la posibilidad de referir desde la experiencia el carácter de la falta de “humanidad” o recibir la “pena por decir la verdad”. “Ojalá pudiera transferir al papel —escribe el propio Douglass— los sentimientos que me suscitó [la brutalidad hacia los esclavos]”. Existiría entonces una reserva legítima en el carácter literario de las narraciones de esclavos que, aún cuando hubiéramos de recurrir a la propia imaginación para leer lo que no está escrito, podría tratar de traducir el hecho de haberlo experimentado todo o la imposibilidad de acumular nueva experiencia. (“Los esclavos cantan más cuanto más infelices son. Ésa es mi experiencia”, 60) La humanidad se reduce a la búsqueda de la felicidad. El peligro o el riesgo de decir la verdad harían del trabajo intelectual de leer lo que no está escrito —o lo que sólo puede ser escuchado a la altura del Ferrocarril Subterráneo— la condición de posibilidad para afirmar la existencia de la verdad. La narrativa esclavista, por naturaleza y derecho propio, formaría parte así de la tradición esotérica de la escritura según la cual aquello que no podemos ver tras una primera lectura es lo que el autor habría querido que veamos desde un principio, o tras muchas primeras lecturas. Por lo demás, el historiador de la cultura americana H. Bruce Franklin ha sugerido que la narrativa esclavista constituye el primer género literario específicamente norteamericano, lo que implicaría que la historia literaria e intelectual de los Estados Unidos está en deuda permanente con el curso de los acontecimientos políticos norteamericanos, mostrando una enseñanza que deberíamos ser desbrozada con el paso del tiempo. Para Douglass, quien a lo largo de su vida llegaría a publicar un total de tres autobiografías narrando sus experiencias como esclavo, la enseñanza que se desprende de la lectura tenía que ver con la idea de proveer a la memoria de recuerdos dignos de permanecer en ella misma. Si acaso no significaba una liberación en toda regla, la escritura era al menos capaz de dar cuenta de la “libertad” y la “felicidad del hogar” en un solo trazo (79, 80). En 1845, justo el año de la publicación de la Vida de un esclavo americano escrita por él mismo, Henry David Thoreau se trasladaría a vivir solo a Walden el 4 de julio, es decir, el mismo día del aniversario de la Independencia, tras abandonar la ciudad. Frente al aspecto controvertido de toda experiencia con la libertad, hablar de humanidad habría de ayudarnos a reconocernos a nosotros mismos en nuestros actos. El valor de lectura de la autobiografía de Douglass corroboraría, pues, la impresión de que el efecto de la experiencia de cada lector consciente de la medida de su propia libertad conlleva la reivindicación de un interés sincero por la humanidad, cuya fijación por medio de la escritura constituiría un recuerdo imborrable. Casi al final de su vida como esclavo, Douglass hallaría en sí mismo un “placer inenarrable” al poder instruir a otros esclavos en su propia escuela de Sabbat, una celebración religiosa sagrada en la cual aquello que no podía ser aprendido en cualquier otro lugar podía ser enseñado, en cambio, a través de la palabra u oración. En este contexto, el mismo credo cristiano se mostraba tolerante con la superstición del mundo a fin de profundizar en el cristianismo. (“Un [esclavo] al menos —podía añadir Douglass— es ahora libre por mediación mía”, 134.) De acuerdo con cierta preferencia del espíritu de reserva de la literatura, la escritura debía estar siempre a la altura de las circunstancia por si se volvía necesario salir en defensa de la tolerancia. No es extraño que, para evitar tanto la persecución como hacer más fuerte la intolerancia, Douglass no quisiera narrar los detalles acerca de cómo llegó a escapar de la esclavitud. (“Creo conveniente expresar mi intención de no contar todos los hechos relacionados con mi huida”, 153.) La narrativa esclavista sería una consecuencia de la persecución.

En el Discurso pronunciado en 1852 acerca de ¿Qué significa el 4 de julio para un esclavo? —en cuyo título original aparecía, además, la palabra “Oratio” (“Oración”) en lugar de “Address” (“Discurso”)—, Douglass afirmaba, con motivo de la celebración del aniversario del Día de la Independencia y ante un público abiertamente reconocido abolicionista, que “el tiempo propio de Dios y de su causa es el eterno presente” (199). Con ello, se permitía aludir a la “gloria” (divina) admitiendo indirectamente la virtud de la “grandeza” (política) a lo largo de generaciones. La idea de vivir como si el presente fuera eterno formaba parte de la “mordaz ironía” con la que Douglass se sentía identificado para hablar sobre la esclavitud (“el tema de mi discurso —‘oración’— es la esclavitud en América”, 203) por contraposición a un “derecho natural” que había permitido “disfrutar”, sin tener por qué luchar, de la “labor realizada por vuestros Padres” (los Padres Fundadores de la Constitución). El uso de la ironía no era, por el contrario, casual, sino una característica eminentemente socrática, y distintiva de la filosófica occidental. Con esta perspectiva, no sería sino un “insulto” ofrecer un “argumento racional” a favor de la necesidad de poner fin a la esclavitud. (Douglass hablaba de la “libertad política” en términos parecidos a los que Sócrates emplearía en la Apología contra sus acusadores: “una fanfarronada, un fraude, un engaño, una impiedad y una hipocresía, un fino velo”, 209.) Si bien Sócrates hablaba a través de los diálogos de Platón y, hasta cierto punto, también al contrario, la dificultad impuesta al propio Douglass para llegar a “ser dueño de su propio cuerpo” hacía referencia a la búsqueda de una dimensión privada de la libertad. La comparación de George Washington —el primer presidente de los Estados Unidos que, considerado el padre de la nación, fallecería sin “haber roto las cadenas que oprimían a sus esclavos”— con Abraham —descrito por la tradición bíblica como “el padre de muchos pueblos”— no resistía al prueba de la aspiración del patriotismo americano consolidado en la imagen de un solo hombre, y menos como un derecho natural o divino. Sócrates no llegaría a traspasar nunca los límites de la ciudad; Douglass condenaría el “comercio americano de esclavos” de los Estados Unidos hacia las “costas africanas”. El “reformador” o el “patriota”, de los cuales Emerson hablaría por extenso a lo largo de su vida, constituían un ejemplo de “juventud” para la conservación de los ideales americanos, a pesar de que la causa de la independencia —“la gran controversia, parafraseando a Douglass, de 1776”— aludía a un cambio de registro que ya se habría producido en el pasado con la intervención de los Padres Fundadores, la lucha contra la “infalibilidad del gobierno”. Tras dirigirse al reformador y el patriota, Douglass apelaba al sentido común de sus “conciudadanos”, por oposición a quienes “sienten auténtico terror ante cualquier tipo de cambio”. “Aquel que, provisto de razón, sacrifica la vida por su país, es alguien al que nadie puede despreciar”, aún cuando su patriotismo no sea “la forma suprema de excelencia humana”. Haciéndose eco, aparentemente, de la frase de Emerson de que hay un trabajo para el arte mayor que las artes o de la idea de que la literatura está aun por escribir, Douglass afirmaría con idéntica rotundidad que el “destino” de América “aún está por cumplirse” (189-194). Que se hiciera todo lo posible por que la esclavitud pareciera justa no hacía, sin embargo, más soportable el hecho de que, como esclavo, “al pensar en mi vida, me olvidaba de mi libertad”. La excelencia podría ser, en efecto, la meta olvidada de nuestras democracias modernas.

No obstante, al tratar en la realidad con la diversidad de formas que ofrece la “vida”, la “libertad” y la “búsqueda de la felicidad” recogidas en la Declaración de Independencia, la libertad para pensar no sería tan distinta de la libertad de pensamiento, en tanto que nuestra “capacidad de razonar” presupone, desde un principio, el mismo medio que la condiciones de posibilidad de la libertad (. “Siempre que mis condiciones mejoraban, en vez de aumentar mi satisfacción —escribiría Douglass—, aumentaba mi deseo de ser libre y me ponía a idear planes para conseguir la libertad”
(152). Douglass atribuía, por tanto, el poder de reflexionar acerca del valor de la humanidad a nuestro “sentido moral”, la capacidad para distinguir entre el bien y el mal según la cual lo que nos caracterizaría como humanos es precisamente, por redundante que pueda parecer, un anhelo de humanidad, o la virtud de la corrección del pensamiento. La vida de un esclavo americano podría ser el relato de “cómo un esclavo se convierte en un hombre”, tras haber visto “cómo un hombre se convierte en un esclavo” (119). Precisamente en el texto que sirve de ‘Presentación’ a esta edición, la estudiosa feminista Angela Y. Davis ha puesto de manifiesto en la autobiografía de Douglass el papel de la libertad como representación exclusiva de masculinidad o virilidad. Esa impresión podría o no estar justificada, incluso antes de emitir un juicio al respecto. Douglass mencionaría el “genio viril” de los Padres Fundadores sólo en una ocasión, una “fuerza —tal y como recuerda la etimología original del término viril— verdaderamente antagonista” en el gobierno de la Unión (196, 231). En cualquier caso, hablar de la feminidad como la condición de la esclavitud requeriría comprender la realización de la plena libertad del hombre con anticipación, aún cuando sea únicamente la tiranía o la imposición de la esclavitud lo que, de un modo u otro, había creado la imagen de cierto estereotipo de virilidad, tanto desde fuera como, al reaccionar contra la estigma de la propia condición, desde el interior de la conciencia del esclavo. Por otra parte, el hecho de hablar de la libertad de un tipo de mujer en particular —negra, blanca, libre, esclava, soltera, casada, y así sucesivamente—, en cuya configuración veríamos implícita la existencia de una gran diversidad de identidades, llevaría a plantear la liberación de la mujer en términos de exclusión y parcialidad. Aunque Douglass no hiciera mención de ellos, siempre podríamos aducir un buen número de ejemplos acerca de la liberación de la mujer, sin exceptuar por ello la representación de la sensibilidad humana como registro de las demás facultades, incluyendo el reconocimiento de la feminidad. El mérito de Angela Davis estribaría en haber destacado la necesidad de un concepto más amplio de liberación, algo de lo que el propio Douglass se resentiría siempre, y es que su vida podría ser resumida, con sus propias palabras, como un “intento por alcanzar el conocimiento en condiciones difíciles” frente al transcurso de una “época degenerada”. Nacido probablemente de un hombre blanco, Douglass encontraría la única enseñanza posible de la esclavitud en un “espíritu de rebeldía” que le llevaría incluso a optar, llegado el caso, por la muerte. (“Preferiría la muerte a la esclavitud sin esperanza”, 139.)

Douglass había denunciado una “fuerza verdaderamente antagonista” en el gobierno de la Unión con la esperanza de restaurar tanto la imagen de la república como del cristianismo en los Estados
Unidos, resentidos ambos a causa de un conflicto de valores presente en la Constitución entre lo que podría ser considerado el dictado del uso público de las leyes y el dictado del uso privado del “sentido moral” del individuo, así como por la proclamación de la Ley sobre Esclavos Fugitivos en 1850, que contribuiría a que Nueva Inglaterra socorriera, bajo sanción por omisión del deber, a los Estados del Sur en la búsqueda de esclavos fugitivos. En 1845, el propio Garrison, siendo fundador de la Sociedad Americana Antiesclavista, llegaría a establecer, en mi opinión, una relación aparente de causa y efecto entre “la emancipación del negro y la libertad universal” como precedente de lo que debía ser entendido no tanto en afinidad a la idea abstracta de libertad, en palabras de Douglass, en una “tierra extraña”, como por la necesidad de liberar al mundo entero de esa misma idea, a fin de mostrar que en realidad no llegaríamos a ser libres hasta el preciso instante en que, al contrario, hubiéramos liberado a alguien, incluso a costa de nuestra propia libertad. La unidad de las facetas del cristianismo de los Estados Unidos, referida para Douglass a la “pura, pacífica e imparcial palabra de Cristo”, debía ser, también, un “reflejo de la vida” americana (173, 178). El arte de escribir que había empleado Douglass reflejaría este efecto, dejando entrever en la lectura de la autobiografía el signo de una nueva revolución (americana) concerniente a la tarea de aprender a dar la libertad a otros, antes que esperar a recibirla uno mismo o, como en el caso del propio Douglass, ser adquirida por la fuerza al margen de la ley. Phillips, quien ya había cuestionado el valor circunstancial de las leyes, tal y como haría Benjamin Franklin casi un siglo antes, hablaría retrospectivamente de la “tierra de los Peregrinos como un refugio para el oprimido”. Una interpretación realista de la Constitución, adoptada con la perspectiva del problema de la esclavitud que había transformado la tierra de los peregrinos en una “nación de salvajes”, exigiría entonces una labor de reescritura o una nueva lectura al pie de la letra, no una nota al margen o un “simulacro”, que pudiera añadirse al cuerpo del texto constitucional como una nueva enmienda debido a los estragos imprevistos de la esclavitud, así como en alusión a la omisión y la división deliberadas de la Iglesia en cuanto a la confianza necesaria para significarse acerca de la razón de ser de la esclavitud. Se trataría, en última instancia, de una acusación registrada en las propias Escrituras que trascendía los límites de la experiencia americana.

Antonio Fernández Díez

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