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Una vida llena de agujeros

Por Revista Lecturas  ·  24.09.2012

Lo vernáculo tiene la notable característica de retornar periódicamente con fuerzas fundantes en la historia del arte. Lo exótico, así como el encuentro del lenguaje coloquial, han sido ejes de investigación literaria, de búsqueda de códigos que permitan una más profunda comprensión de nuestro ser en el mundo. En lo nativo, espacio que se aleja al sobre maquillaje de las sociedades industrializadas e hípercomunicadas, creemos poder descubrir o estar más cerca de una supuesta unidad perdida, de algo originario, y con ello entender los movimientos lógicos, la trama que articula la naturaleza y nuestra existencia. La narración oral, la historia contada, relatada, es el núcleo arcaico de transmisión literaria, en ella se mantiene el tiempo de la experiencia, el pulso de una humanidad, y esto hoy es cada vez más difícil de encontrar y representar. Una vida llena de agujeros nos invita a ello.

Paul Bowles (Nueva York 1910 – Tánger 1999), luego de viajar por Europa y Latinoamérica, se instaló en los años 40 en Tánger donde enfocó su trabajo artístico investigando la creación musical y literaria de la zona del Magreb, norte de África, lugar donde se pone el sol para el mundo árabe. En Tánger escribe su más conocida novela, El cielo protector, donde, al modo de Conrad en El corazón de las tinieblas, o Celine en su Viaje al fin de la noche, o del Aguirre y Fitzcarraldo de Herzog, sus protagonistas se adentran en lo más profundo de la naturaleza y lo salvaje -sea el desierto o la selva-, perdiéndose las dimensiones de lo racional, lo permitido y lo posible.

En los años 50, con una beca de la fundación Rockefeller, recorre los pueblos del Magreb grabando su música tradicional y a contadores de historias, entre ellos destaca Larbi Layachi, quien era asiduo a la casa de Bowles y que, sorprendido por el oficio de novelista como constructor de historias, le ofrece al escritor narrar las suyas para que este las transcriba y publique. Bowles, impresionado por la elocuencia de este analfabeto marroquí, transcribe y casi sin intervenir traduce al inglés sus relatos. Éstos serán publicados en 1964 bajo el seudónimo de Driss ben Hamed Charhadi (A life full of holles, Grove Press) y hoy los encontramos traducidos al español por Javiel Tlayero para el sello editorial Capitán Swing.

Como bien nos dice Walter Benjamin en El Narrador (Iluminaciones IV, Ed. Taurus), es característico de los narradores una orientación hacia lo práctico y en ello radica su sabiduría. Esto lo encontramos notablemente en este libro. Ahmed, el protagonista, nos relata sus desventuras desde sus 8 años. Huérfano de padre, mal querido por su padrastro, emigran de Tetuán a Tánger donde se pierde al salir a caminar. Al ser encontrado por la policía dice que es de Tetuán, donde lo llevan, y al no existir quien lo acoja queda en un hogar para niños abandonados. Volverá caminando a Tánger, intentarán violarlo, su padrastro hará imposible que conviva con su madre y empieza su errar de escenarios y oficios: pastor, peón,  ayudante de panadero, cuidador de un café, sirviente de una pareja de nazarenos gays, traficante y ladrón sin suerte. Conoce las putas y las cárceles. Bordea la muerte en más de una ocasión. Cada capítulo es una aventura donde la injusticia, la pobreza, los abusos no alcanzan a dar un tono moral al relato ya que Layachi – Ahmed relata sin interpretaciones psicológicas, inflexiones o altibajos. El continuo del relato se mantiene en el placer de estar siendo, de estar sucediendo, ajeno tal vez a la reflexividad o elipsis de la novela contemporánea.

Destaca también la particular concepción del tiempo y del destino, propia tal vez de las culturas orientales o de los pueblos de religiosidad profunda, donde nada parece urgente y no existe accidente porque todo sucede por voluntad de Dios -Alá para nuestro héroe- . Esto aparece en el relato con una fina claridad. Pasajes del capítulo El Pastor:

“La vida del pastor es buena vida, me dijo.

Buena o no buena, ya soy pastor, le dije yo”.

“¿Te quedaste dormido?

Bueno, me dormí un poco.

¿Por qué? Te tengo dicho que no duermas nunca. ¿Quién te dijo que te durmieras?

No sabía que me iba a dormir hasta que me desperté”.

“Estábamos allí sentados. Él me miraba y yo lo miraba. Esperaba a que él dijera algo, pero ya no dijo nada más. Y yo no quería hablar solo”

Benjamin nos habla que el arte de la narración está tocando a su fin, que la facultad de intercambiar experiencias nos está siendo retirada. Hoy predomina la información, lo verificable y explicable pero queda poco para lo memorable. Precisamente el no explicar entrega las condiciones para la sorpresa y la reflexión, siendo esto una de las gracias a celebrar en Una vida llena de agujeros. El lector, sin buscar el sentido último del texto, presta voz al protagonista y reinstala la experiencia de Ahmed – Layachi para un goce que se transmite en el tiempo.

Sebastián Astorga A.