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Un niño en la cámara de los horrores

Por El País  ·  09.02.2012

George Grosz encontró su genio en el mundo decadente y grosero del Berlín de entreguerras y unió su estética al radicalismo político. Pero cuando se encontró en medio del esplendor capitalista de Nueva York, el artista se perdió en ese nuevo camino

Sus primeros recuerdos eran imágenes de la planta superior de la logia masónica que regentaba su padre, donde se decía que el esqueleto de un Maestro Venerable dormía el sueño eterno dentro de un ataúd. El pequeño George oía comentar en voz baja a sus amigos del colegio que los masones sabían el día y la hora exacta de su muerte. Eso sucedía en la pequeña ciudad de Stolp, en la región de Pomerania. Cuando murió su padre y la familia se trasladó a Berlín para buscarse el sustento, Georg Ehrenfried, conocido luego por Grosz, siempre recordaría aquel paisaje de su niñez, el bosque, los prados, el río, los felices días de verano con olor a heno, y también las ferias con tómbolas, bailes y circos con payasos, que en su memoria iban unidos a los espectros de aquella siniestra buhardilla familiar y a la fantasía erótica de una noche en que a través de una ventana iluminada observó con la respiración contenida desde la oscuridad del jardín a una mujer joven, la madre de un compañero, que se desnudaba en su dormitorio antes de meterse en la cama con movimientos que le desvelaron por primera vez el misterio del cuerpo femenino.

A George Grosz le fascinaban los relatos de crímenes y sucesos macabros que los sacamuelas exhibían con grandes carteles e ilustraciones panorámicas en los días de mercado popular. En 1910 la sociedad alemana todavía estaba inmersa en los valores aristocráticos, la brutalidad no se había apoderado de la vida pública, la gente aún se compadecía si moría de frío algún vagabundo, por eso en la fantasía del pequeño Georg todavía había orden en las cosas y el niño se divertía con los primeros garabatos extraídos de las historias de indios y tramperos que describía Karl May, el autor más famoso de la época; se extasiaba ante los heroicos húsares de Blücher y los ataques de la caballería pintados por Röchling. Copiaba ingenuamente las batallas de la guerra ruso-japonesa que venían en las revistas, pero este placer de las cosas en su sitio daba paso a la inquietud morbosa que sentía en la cámara de los horrores cuando llegaba la feria donde presenciaba escenas espantosas. Estaba lejos de imaginar que un día no lejano esta crueldad ficticia sería real y se convertiría en una obsesión estética que ya no lo abandonaría.

La armonía de aquel mundo feliz de la pequeña ciudad de Pomerania fue siempre un sustrato de la memoria de Grosz cuando en 1909 ingresó en la Königliche Akademie de Dresde para hacerse pintor. En 1912 siguió los estudios en el Museo de Artes y Oficios de Berlín, pero realmente George Grosz no tuvo maestros. Nunca le interesaron las lecciones de composición y perspectiva tal como se enseñaban entonces. El cubismo acababa de convertir la realidad en un montón de vidrios rotos. Eso mismo sucedía en la sociedad. No había más que mirar la calle. El artista perdió la ingenuidad rural y sirviéndose solo de su propia virginidad en los ojos comenzó a ver al mundo que le rodeaba como una profusión de insectos humanos. Su primer dibujo se publicó en la revista Ulk, suplemento satírico del diario Berliner Tageblatt. En 1913 George Grosz se fue a París. Bajo la influencia de Toulouse-Lautrec y Daumier comenzó a realizar dibujos obscenos y provocativos con una mente despiadada y de regreso a Berlín se dedicó a absorber la tragedia que se avecinaba por medio de personajes deformados por los placeres hedonistas bajo una perspectiva oblicua que en sus cuadros generaba una sensación de caos. Vientres abotargados como cubas, piernas de mujeres ajamonadas, caballeros esqueléticos con pinta mortuoria amontonados en peluches de los cabarés. Imitaba los dibujos satíricos que se publicaban en la revista Simplicissimus, de Bruno Paul. Bajo la premonición de una guerra inevitable los ciudadanos berlineses se divertían. Y llegado el momento sobrevino la explosión de cadáveres. Los cuadros de los expresionistas alemanes, de Otto Dix, de Schiele, Beckmann, Kirchner, comenzaron a tener sentido, pero Grosz era el más duro, el más sincero, el más suicida.

Como quien se apunta a una clase práctica para perfeccionar su estética George Grosz se presentó voluntario cuando empezó la Gran Guerra, pero antes de que lo licenciaran por enfermedad, pasó por varios hospitales psiquiátricos donde pudo comprobar que allí sus personajes de ficción, sus caricaturas y dibujos habían tomado carne y hueso, con una sensación de angustia parecida a la que sentía de niño en la cámara de los horrores de una feria.

Terminada la guerra sobrevino la locura de la inflación en la República de Weimar. Mientras se traspasaba el umbral de una tienda, antes de llegar al mostrador, un pollo había subido dos millones de marcos. “¿Qué es ese ruido que se oye?” —se preguntaba la gente. “Son los precios que suben” —contestaba alguien. Pero también se oían ritmos nuevos de jazz, se bailaba el charlestón y corría el champán mientras en la puerta de las iglesias y palacios se adensaban los mendigos como en la Edad Media. Grosz admiraba en ese tiempo al pintor Emil Nolde, un desaforado de la extrema izquierda política, que ni siquiera usaba pinceles para pintar. Se servía de trapos sucios empapados de óleo que refregaba contra los lienzos para dar a la vez una sensación de destrucción y de borrachera feliz. Ese era el camino. George Grosz unió su estética a la conciencia política radical. En 1918 se afilió al partido comunista alemán. Trabajaba en la revista Malik; fue el promotor del movimiento Dadá. En 1920 su libro de dibujos satíricos titulado Ecce Homo había causado un gran escándalo, por el que estuvo procesado y condenado por blasfemia e inmoralidad, sentencia que le sorprendió mientras se casaba con Eva Peter. Cuando en 1922, después de ser nombrado presidente de la asociación de los artistas comunistas, realizó un viaje a la Unión Soviética donde conoció a Lenin y a Trotski, pese al desencanto que le produjo la nueva tiranía unida a la miseria del pueblo, siguió con su ideología marxista hasta que la asfixia militarista que se producía en Berlín comenzó a incrustar en su mente un deseo de fuga hacia otra clase de paraíso. Para los nazis Grosz era el representante genuino del arte degenerado. Su obra fue quemada en público. Esa hoguera reprodujo la conversión.

A Grosz le funcionó la nariz con la que olfateaba un peligro inminente. Antes de que Hitler en 1933 llegara al poder el artista que con más brutalidad había desenmascarado el rostro de la clase dominante, de pronto, se encontró huido en medio de las calles de Nueva York, extrañamente feliz rodeado de toda la mitología del mundo capitalista. Allí durante una cena en un restaurante tuvo una agria discusión con Thomas Mann acerca del porvenir del nazismo. Thomas Mann, el ambiguo, le auguraba a Hitler solo unos meses en el poder. Grosz presentía que era inminente una larga hecatombe. Casi llegaron a las manos.

La historia de George Grosz es la de un artista que encontró su genio en medio de un mundo macilento, decadente y grosero de aquel Berlín de entreguerras y una vez colocado en medio del esplendor del capitalismo de Nueva York perdió la inspiración y sus cuadros comenzaron a amanerarse hasta resultar inexpresivos. Se encontró fuera de lugar, simplemente quería ser rico. En la mente de Grosz había penetrado otra clase de veneno que un día le hizo exclamar: “Hoy el dinero sigue siendo el símbolo de la independencia, incluso de la libertad. Cualquier idea puede ser más o menos engañosa, pero un billete de cien dólares es siempre un billete de cien dólares”. Grosz se perdió en ese nuevo camino. Pero un día regresó a Berlín de vacaciones y murió de repente al caerse borracho por la escalera, como uno de sus antiguos personajes. Fue la tarde del 6 de julio de 1959 en que el destino le obligó a ser coherente.

Manuel Vicent

 

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