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Olivia Laing en Nueva York

Por Altair Magazine  ·  03.01.2018

«Estaba obsesionada por encontrar relaciones, pruebas físicas de que otras personas habían pasado por lo mismo que yo y, mientras vivía en Manhattan, empecé a reunir obras de arte que parecían articular la soledad o sufrirla». Así describe Olivia Laing el contenido de La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo (Capitán Swing, 2017), libro que es dietario, relato de idas y venidas por la ciudad y crítica, afinada y personal, de obras de arte y de artistas. El lugar no es un pueblo, ni el campo, ni una ciudad pequeña o mediana. Lo que retrata Laing en este libro es cómo se manifiesta la soledad «en las ciudades modernas y más concretamente cómo se ha manifestado en Nueva York a lo largo de los últimos setenta años».

Lo que hace esta mujer, que es crítica literaria para el diario The Guardian y lo fue antes para The Observer, es trazar una ruta privada de Nueva York, donde acaba procedente de su Inglaterra natal. Laing hace ese viaje por amor, pero al poco de llegar, esa relación se acaba. Ella lo cuenta de un modo generoso, crudo, claro y sin tiritas. Esa historia es el arranque de La ciudad solitaria donde la escritora habla de sus cambios de domicilio en la gran urbe, de sus vecinos, de su relación con las redes sociales y la doble soledad que se siente tras una ruptura que ni se quiere ni se espera. Su biografía, sin embargo, no es lo más importante porque lo que hace Laing con su historia personal es convertirla en el hilo con el que conduce al lector a un mundo plagado de referencias artísticas e historias de otros solitarios que hicieron, como ella, de su desamparo un arte.

«Empecé a darme cuenta de que la soledad era un territorio muy poblado: una ciudad por derecho propio», dice en las páginas de su libro, con el que reconoce haber hecho «un mapa de la soledad». En él, el lector se encuentra a Andy Warhol, al que la autora empieza a mirar con otros ojos cuando se siente sola de veras por primera vez. Y entonces recuerda a Warhol con su grabadora, con la que registra más de 4.000 grabaciones y con la que tiene una relación casi de amor. A Laing esa dependencia le recuerda a la que tiene ella con su ordenador portátil, con el que se conecta con el mundo, busca sexo, novio, trabajo y tiene más relaciones que en las calles de una ciudad que la hace sentir invisible cuando menos lo necesita.

Warhol ocupa muchas páginas de La ciudad solitaria, donde se recuerda que Truman Capote lo describía como el hombre más solo que había conocido y que representó, según la autora «la soledad de lo no deseado, la soledad de no ser admitido en los círculos mágicos». En el perfil que traza del artista con la ciudad de Nueva York al fondo, aparece por derecho propio Valerie Solanas, otra experta en soledad y en márgenes, que pasó de ser fan de Warhol a hacerse su amiga para luego pegarle un tiro. A Laing la historia de Solanas le sirve para introducir en el objeto de su estudio el factor género: «En su controvertido libro, Manifieso SCUM, analiza los problemas derivados del aislamiento (…) como un problema social que afecta especialmente a las mujeres».

A ese tema, el de cómo las féminas son tratadas como sospechosas si deciden estar solas o simplemente lo están, vuelve la autora constantemente. Vuelve porque lo sufre. Por ejemplo, cuando casi se hace adicta a Craiglist, una web de anuncios clasificados donde lo mismo se busca piso, un mueble que un affaire. A través de esa página entabla contacto con desconocidos, un contacto que a ratos disfruta, pero que enseguida se vuelve un ataque constante por parte de tipos que la insultan en el primer intercambio de palabras. Ella cierra la cuenta, se esconde y vuelve a la soledad… o se abre un perfil con otro nombre.

En esa Nueva York que describe aparecen también David Wojnarowicz y su historia terrible de niño abandonado, apaleado y abusado. «Nueva York: olor a caca de perro y a basura podrida. En el cine, las ratas venían a comerse las palomitas. De repente, el sexo estaba en todas partes. Los hombres intentaban ligar con David a todas horas, le ofrecían dinero». Eran los años 60 y hasta el 73 no dejó las calles y la vida perra. También entran en este catálogo de soledades Edward Hopper y sus cuadros. Las vistas externas y extrañadas de interiores de casas y bares causan una sensación de soledad en el que mira, la misma que tiene la escritora cuando entra en Twitter, donde se pasa horas observando lo que dicen pensar otras personas.

«Me pasaba los días enteros haciendo clic, atrapada en recovecos y escaleras de información, convertida en ardiente y ausente testigo del mundo, como La dama de Shalott, de espaldas a la ventana». Ahí va. Otra referencia cultural, un cuadro de John William Waterhouse, otro anzuelo que nos lleva hacia el ser lector y observador de Laing, a decirnos qué clase de espectadora es: una que hace de su visión de cada obra y cada artista una cuerda con la que se ata al mundo. Una soga con la que mitiga su soledad, que no es pasiva porque al escribirla, y sobre todo al escribirla de este modo que es torrente y es hermoso, la convierte en otra cosa.

La ausencia de compañía ha llevado a Laing a ser una observadora creativa del mundo, del arte, de su vida. «Parece interesante la idea de que la soledad pueda llevarnos a una experiencia de la realidad inalcanzable por otros medios», dice la mujer que ha parido un libro que no habría nacido de haber vivido ella en compañía.

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