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Noticias de utopía

Por La caja de Tusmann  ·  16.05.2011

Si el pasado es un país extranjero, el futuro a veces es otro planeta. Una de las formas canónicas de imaginar ese territorio desconocido, soñado, idealizado y temido es la utopía. En la utopía se exponen las ideas del Bien soñado en oposición a la caverna vivida o al Mal padecido. La utopía es ese género entre la política y la mitología, entre el manifiesto social y el trance hipnótico, entre el cuento de hadas y la ciencia ficción. Ha sido uno de los sueños más recurrentes de la razón.

Sueños o novelas filosóficas, políticas. En dos utopías noveladas de finales del siglo XIX, publicadas este año en España por Capitán Swing, el mito es además ideológico. Noticias de ninguna parte, de William Morris, es el sueño visionario de un anarquista. Después de una velada entre amigos en la que se discutió sobre el día siguiente de la revolución, y en la que pasó de la circunspección exagerada a la intemperancia no menos extrema, una fracción, es decir un hombre, regresa a su casa al oeste de Londres, no sin despedirse cordialmente de sus camaradas. Camino a casa, en el tufo del ferrocarril subterráneo, siente remordimientos por haberse acalorado en la conversación y recapitula los muchos argumentos «excelentes y definitivos que había tenido en la punta de la lengua y que había olvidado en la reciente discusión». Entonces alza una súplica ensimismada: ¡Si yo pudiera verlo un día nada más, sólo un día! A partir de una duermevela, el deseo se le cumple. La fracción se despierta muchos años después del advenimiento de la revolución. Es decir en el paraíso.

Porque no hay ninguna duda, en el texto de Morris, acerca del carácter benéfico del más allá revolucionario. Benéfico y en realidad idílico, un nuevo mundo signado por la felicidad, la cordialidad y la belleza. Ya no es Londres, «aquel desierto de cal y ladrillo», sino un conjunto de caseríos diseminados que ocupan el territorio que alguna vez fue Londres. No hay comercio ni dinero ni por supuesto pobres. La gente es más bella y con cierta tendencia a vestirse a la manera de la Edad Media. Todas las casas tienen jardín y no hay escuelas, «esos rediles de niños», ni cárceles ni leyes, formas anacrónicas de dominación. Y ya no hay dominación porque no hay política. Se bebe buen vino, se anda a caballo y a remo, se lee poco, porque los mejores libros son los mismos seres humanos, libros siempre abiertos. Todos trabajan por placer. El mundo, en suma, es un «jardín encantado», como una historia de los hermanos Grimm en clave anarquista. Lo único que molesta al Huésped del edén revolucionario es el color de los vestidos, demasiado chillones para su gusto, confesadamente malacostumbrado al gris decimonónico.

La utopía de William Morris es un himno en prosa a la infancia de la historia. Trata de un tiempo no sólo ahistórico sino apasionadamente antihistórico. El pecado capital de la historia -la propiedad privada, el lucro- ha sido abolido, y con él todos los problemas sociales, es decir humanos. La familia, otro derivado de la propiedad privada, ya no es la célula básica de nada. No que se haya caído en esa alucinación de propietario que es el individualismo. Morris ensalza más bien un comunitarismo agrícola, acaso una presciencia de las comunas hippies. Tiene una sóla nostalgia histórica: la Edad Media. No tanto por su comunitarismo sino por su buen gusto arquitectónico y decorativo. En esto, es curioso, se asemeja a un escritor conservador como G.K. Chesterton. Sin ventaja, a mi parecer. Mientras la Edad Media de Chesterton es tabernera, filosófica, teatral y religiosa, humana hasta en sus intolerancias y delirios, la de Morris parece una entrevisión romántica del londinense Victoria & Albert Museum.

Algo recurrente en Noticias de ninguna parte: los revolucionarios tienen no poco de dandis, en estado casi salvaje, eso sí. En ello Morris es más una versión plúmbea de Oscar Wilde (quien a su vez escribió un todavía interesante libro sobre el «alma del hombre bajo el socialismo») o un tatarabuelo con doctrina de John Galliano que un profeta de las masas uniformadas. Puede resultar un detalle nimio, y sin duda pertenece sin problemas al kitsch utópico de Morris, pero sospecho que no carece de consecuencias. Si se quiere reparar en la independencia de criterio (o en el sentido de la extravagancia) de ese socialista agrario que fue Morris, compárese su idea del vestir, suntuoso y ligeramente medievalista o es carnavalesco, casi una parodia antes de tiempo del Swinging London, con el clóset de los estados comunistas que en el mundo han sido. El culto a la personalidad ha exigido siempre un voto de pobreza multitudinario, culto y pobreza ausentes en la ficción de Morris. Es algo.

Porque el sueño de Morris, todo lo kitsch que se quiera, es un mundo sin líderes ni jefes, no el de la hipertrofia burocrática y estatista. Es también una fantasía ecológica, posible antecedente de los Partidos Verdes contemporáneos y en todo caso pasión compartida por los británicos desde hace siglos. Admirador de Charles Fourier y del Erewhon de Samuel Butler, Morris declaró que no había otra forma de leer una utopía que considerándola como la expresión del temperamento del autor. Y el temperamento político de Morris tenía un elemento de resistencia no sólo al mainstream de su tiempo sino a las tendencias más controladoras del socialismo, pues Noticias de ninguna parte, según recuerda el prologuista Edward P. Thompson, fue una respuesta al Looking backwards / The year two thousand, de Edward Bellamy, traducida escuetamente como El año 2000.

Hay más humor en Bellamy, mejores diálogos, mayor complejidad narrativa e intelectual. También más severidad doctrinaria. El año 2000 narra el viaje al futuro de Julian West, un bostoniano acomodado con tendencia al insomnio. A la tercera noche en vela, West acude siempre al Doctor Pilsbury, «Profesor de Magnetismo animal». El mismo West reconoce las limitaciones profesionales del doctor: «Creo que no entendía gran cosa de medicina; pero era sin duda un destacado magnetizador». No se dice muy bien qué le hace el curandero, pero el caso es que Julian West, nacido en 1857 y treintañero, despierta en pleno año 2000. Luego de su resurrección (así la llama el doctor Leete, su anfitrión y guía), da una vuelta por un Boston  para él tan irreal como fabuloso, y  atina a preguntar, sin mover un músculo de la cara literaria: « ¿Qué solución, si solución hay, se ha encontrado para la cuestión obrera? Este era nuestro enigma de la Esfinge en el siglo XIX». Como el Huésped de Morris, Julian West ha llegado al cielo y tal vez cree estar frente a un benévolo San Pedro comunista. Pronuncia palabras mágicas. La respuesta del doctor Leete es una muestra de que los comunistas no siempre creyeron en la lucha de clases sino también en la gracia divina al final del túnel: «Se puede decir que ni siquiera ha tenido necesidad de resolverlo: se ha resuelto solo». En Noticias de ninguna parte, en cambio, el interminable picnic revolucionario sólo es obtenido después de una impostergable guerra civil.

Porque no faltan diferencias entre uno y otro sueño. El siglo XIX sigue siendo en Bellamy la Edad de las Tinieblas, es decir del capitalismo, pero al contrario de Morris, que lo despreciaba sin atenuantes por feo, injusto, sucio, ruidoso y desalmado, en Bellamy es al menos el más productivo de los sistemas antes del advenimiento de la revolución. En Morris, el placer es la condición del trabajo; en Bellamy, el trabajo es una función del complejo engranaje estatal. Noticias de ninguna parte está poblada por protohippies; El año 2000 por un inmenso ejército industrial. En Morris, todos son propietarios de la tierra, mientras que en Bellamy el Estado es el único propietario. En éste hay una presciencia del Estado policial, en el que no hay cárceles porque los contados criminales son considerados enfermos; en el británico, rige un Estado natural que se afianza en la conciencia personal: no hay culpables, hay sólo culpa. La utopía de Morris es una fantasía romántica, en la que los personajes son más proclives al ejercicio físico y a la agricultura que a la práctica científica, ya no digamos a las humanidades; la de Bellamy es una novela en la que el Estado rige de forma casi total la vida de sus agradecidos habitantes.

Las coincidencias son igual de sugestivas. Los habitantes de ambos mundos son esforzados propagandistas del régimen social en el que viven. (En Morris hay todavía algunos «gruñones” irremediables).  Ambos obtienen sus visiones a través de experiencias oníricas y gozan de la inmensa hospitalidad de sus anfitriones del futuro. Los dos recriminan el individualismo como la fuente de los males sociales. Pero acaso la coincidencia más profunda es que en el paraíso de Morris como en el de Bellamy, la política no existe, tal es el consenso fraterno de sus moradores. El hombre ya no es un animal político sino revolucionario.

Leyendo a Morris y a Bellamy uno se asoma al pasado para ver el futuro que ya es presente. El futuro sobre el que escribieron, deformado, parodiado y saqueado, nos es extrañamente familiar. Algunas de sus visiones e ideas (sobre todo en el caso de Bellamy) han configurado o al menos cuajado en la realidad. Ciertas páginas (ciertos ambientes) de Morris tienen un posible pariente en Peter Pan. Otra de Bellamy, en Gregorio Samsa. Todavía resuenan sus regaños, denuncias y comparaciones históricas, sus invectivas contra la injusticia y la inhumanidad de su tiempo. Lo que prevalece en ambos, sin embargo, es el tono del benefactor iluminado, Homais, aquel personaje de Flaubert que creía con fe de carbonero en el progreso, ahora vestido de campesino fotogénico (Morris) y de «soldado industrial» (Bellamy). En el reino de Utopía, sea a través de las contradicciones mismas del capitalismo o después de una guerra contra los opresores, no hay lugar sino para los bienaventurados. Sólo los infieles no creen en el futuro. Porque el Futuro, quizá más que la Sociedad, es aquí el nombre no tan secreto de la divinidad.

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