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“Nos vemos a nosotros mismos como antes los ricos veían a las clases peligrosas”

Por El Cultural  ·  20.09.2013

Relata César Rendueles (Gijón,1975) en las páginas finales de Sociofobia (Capitán Swing, 2013), cómo, al día siguiente de que el 15-M le saltara las costuras a las plazas de todo el país, numerosos amigos le interpelaron para asegurarle que lo ocurrido confirmaba sus distintas teorías sociológicas, la mayoría contradictorias entre sí. Anarquistas, leninistas o postmodernos le echaban en cara al autor recelos previos, pero a éste, a su vez impactado por aquellas inéditas asambleas que mudaban el botellón por la política, no lo convencieron. Como tampoco lo hicieron las ilusiones digitales que adjudicaban el éxito de las protestas a la Red. “Creo que ocurrió exactamente al revés. El 15-M fue un proceso tan tortuoso porque tuvo que soportar el brutal bloqueo que genera el ciberfetichismo consumista”.

Tal es precisamente el corazón de Sociofobia, un ensayo inhabitual por estos pagos en el que a Rendueles, ante la persistencia de lo que valora como un sistema socioeconómico injusto que amontona deshechos humanos en megaslums postapocalípticos, no acaban de convencerle la respuesta que esbozan los nuevos movimientos digitales. César Rendueles se fajó como filósofo en las míticas clases de Carlos Fernández Liria en la Complutense y hoy es profesor en la Facultad de Ciencias Políticas de dicha universidad. Su azarosa militancia política, de la que, con escepticismo, da cuenta en el libro, estuvo ligada durante un tiempo a los movimientos de cultura libre. Así, entre Karl Marx y Richard Stallman, despliega la sociofobia.

Pregunta.- Sociofobia: si los ricos odian a la gente, ¿por qué la gente no odia a los ricos?

Respuesta.- Porque nos odiamos a nosotros mismos. Las élites del siglo XIX no ocultaban su pánico y su asco ante la posibilidad de que las clases trabajadoras accedieran a las instituciones políticas. Creían que el populacho mancillaría la civilización occidental hasta acabar con ella. A principios del siglo XX, durante la época colonial, ese odio se convirtió en un miedo racista a que los pueblos sometidos por el imperialismo se descontrolaran y acabaran invadiendo la metrópoli. Hoy hemos internalizado ese discurso. Nos vemos a nosotros mismos como antes los ricos veían a las clases peligrosas. Hemos incorporado el elitismo a nuestro genotipo ideológico. Por eso los proyectos igualitaristas prácticamente han desaparecido del espacio político. Desconfiamos radicalmente de nuestra capacidad para deliberar en común, entendemos la democracia como una competición entre preferencias privadas. De ahí todo ese miasma de cinismo que nos paraliza. El mejor diagnóstico de la catástrofe política que se nos ocurre es una broma sin gracia: “disfruten lo votado”.

P.- Aborda Sociofobia un antiguo dilema, el que se pregunta por el adecuado equilibrio social entre el peso del individuo y el de la sociedad. Tras miles de páginas de historia, sociología, teoría política… ¿no hay acuerdo?

R.- En realidad, no es un dilema tan antiguo, tiene apenas dos o tres de siglos. Pero cuando salió a la luz tuvo efectos explosivos en muy poco tiempo. Resulta tan urgente que nos cuesta creer que no sea universal. Ser moderno es estar constituido por esa tensión. Padecemos una versión del dilema del turista. Esa sensación que tenemos cuando visitamos sitios que serían maravillosos si no fuera por toda esa gente que los abarrota en busca de sitios maravillosos. Queremos ser individuos libres sin ataduras pero que todos los demás formen una comunidad cálida que nos apoye si tenemos problemas. Raymond Williams decía con bastante gracia que la comunidad es siempre algo que ha sido, que se ha ido. No creo que ese dilema se pueda resolver. Pero tal vez nos ayude darnos cuenta de que en realidad no sabemos muy bien qué es un individuo y qué es una colectividad. Casi parecen extremos de un continuo, antes que opuestos. Aunque como entidades biológicas estamos aproximadamente bien definidos, nuestra identidad personal es mucho más vaga, es una realidad imprecisa que guarda una relación muy enrevesada con las sedimentaciones colectivas.

P.- A las tradicionales bacanales del opio del pueblo, de la religión al fútbol, ¿se suman hoy las redes sociales?

R.- Al igual que la religión e incluso el fútbol, las redes son demasiado complejas como para resumir sus efectos con un lema. Digamos que creo que las máquinas no son infinitamente plásticas ni políticamente neutras, sino que establecen patrones de uso más rígidos de lo que nos imaginamos. Por ejemplo, la correspondencia tradicional fue durante mucho tiempo un buen cauce para cierto tipo de debates de largo alcance. En cambio, hoy me imagino a Newton enviándole un DM a Leibniz: “qué pasa con esas ecuaciones, llevo esperando una hora y nada…” A veces hablamos de Internet como si fuera una metatecnología, una estructura formal vacía que podemos llenar sin ninguna clase de restricción. Y no es así. En el ámbito educativo abunda un ciberoptimismo muy acrítico. Soy profesor y uso intensivamente la tecnología en mis clases, pero no es una panacea. Nada puede sustituir al esfuerzo, la capacidad de concentración o la madurez argumentativa. Por eso hay muchísimos procesos formativos para los que el papel y el lápiz son herramientas mucho más eficaces que una tablet. Lo más reciente no es siempre lo más avanzado.

P.- ¿Twitter es un ágora o más bien un tribunal revolucionario tan ruidoso como falto de jurisdicción?

R.- No creo que los tribunales revolucionarios sean necesariamente ruidosos o faltos de jurisdicción. Durante lo que los publicistas burgueses denominaron el “terror” jacobino murió mucha menos gente que en unos pocos días de represión contrarrevolucionaria tras la Comuna de París de 1871. Lo que quiero decir es que a veces Twitter se parece a esa caricatura que la reacción hizo de los demócratas como una masa linchadora. Lo curioso es que la hemos aceptado con ganas. No es que tenga mayor importancia, en realidad, recuerda un poco a la típica fiesta de pueblo en la que los mozos acaban tirando a alguien al pilón. Pero me parece que deberíamos ser bien conscientes de sus límites como herramienta de deliberación colectiva.

P.- Cuando los militantes contra el copyright despierten en un mundo libre de derechos de propiedad intelectual, ¿el dinosaurio seguirá estando allí?

R.- No necesariamente. Algunos defensores del copyleft, no todos, adoptan una actitud bastante olímpica respecto a los trabajadores de la industria cultural. Vienen a decir, “las editoriales, los cines, los periódicos, las discográficas y las librerías deben adaptarse o morir”. Como si ese fuera el veredicto de una especie de darwinismo tecnológico. No sólo me parece un poco ruin sino que es contraproducente. Creo que para aprovechar las inmensas potencialidades de la tecnología no sólo necesitamos herramientas jurídicas que nos permitan compartir los contenidos, sino también cambios institucionales profundos que protejan la creación y la mediación. Una intervención pública a gran escala en este terreno podría tener efectos positivos explosivos. Necesitamos un Plan Marshall para el copyleft que complemente la espontaneidad colaborativa. Sabemos que es posible. Hace tiempo la investigación científica era una tarea que sólo estaba al alcance de unos pocos ricos. Pero encontramos la forma de remunerarla vinculándola a instituciones públicas, como las universidades.

P.- En su crítica de las ilusiones digitales suenan ecos de denuncias como la de Jaron Lanier del maoísmo digital. Lanier vindica al individuo frente al comunitarismo wikipédico que cree real. Pero para usted, sin embargo, lo que es ficticia es tanto la comunidad digital como su potencia, ¿Siembra el ciberfetichismo la semilla de un nuevo socialismo utópico?

R.- Internet rebaja el umbral de lo que esperamos de las relaciones sociales. Algo así como: ya que no podemos hacer cosas juntos, al menos hagámoslas a la vez. En sí mismo, tampoco me parece un mal plan. La verdad es que no soy nada nostálgico de las comunidades tradicionales. El problema es que eso afecta a las posibilidades de transformación política. No creo que un proyecto de emancipación igualitaria sea posible con unos mimbres sociales tan débiles. Es curioso porque al socialismo utópico histórico le pasó un poco lo contrario. Como proyecto político era un mal chiste, pero los saint-simonianos que recorrían Francia parecen la materialización misma de la fraternidad.

P.- Una reciente novela reciente de Ciencia Ficción (2312, de Kim Stanley Robinson) imagina un sistema solar futuro cuyo sistema económico se llama “Acuerdo Mondragón”. Usted también cita la cooperativa vasca como alternativa económica sensata.

R.- Kim Stanley Robinson es uno de los escritores más interesantes de la literatura anglosajona reciente. Lleva años embarcado en una reflexión de largo recorrido acerca de las posibilidades de organización postcapitalista. Me gusta porque no es nada empalagoso y aborda con mucha honestidad los conflictos de todo tipo que podrían surgir en ese entorno social. Hace tiempo que se fijó como ejemplo de organización económica en el Grupo Mondragón, que es una de las mayores cooperativas del mundo. El cooperativismo constituye una enorme potencia económica a nivel global, aunque no es algo de lo que nos hablen mucho los sicarios de los banqueros del Parlamento.

P.- Un pequeño ejercicio ucrónico. Si usted se equivocase y el mundo fuera hoy un lugar más próspero y pacífico de lo que lo ha sido jamás, como defienden por ejemplo optimistas racionales” como Steven Pinker o Matt Riddley, ¿no sería estupendo poder cerrar el mercadillo de las ideologías y disfrutar de la vida buena, que decían los atenienses?

R.- Sin duda. Hay una argumentación procedente de Walter Benjamin que Terry Eagleton elaboró en alguna ocasión. Viene a decir que todas estas despiadadas luchas políticas son un malentendido. El anticapitalismo es en realidad un proyecto muy modesto que sólo aspira a cosas nimias y razonables, como alimentar y educar a la totalidad de la población mundial. Que para conseguir esas minucias se necesiten cambios políticos descomunales pone de manifiesto la fascinante irracionalidad de la economía capitalista.

 

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