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No te rías que es peor

Por Pliego Suelto  ·  14.10.2016

Sobre el “humor triste” y el “humor alegre” como herramientas de dominio y liberación

Es opinión general que el humor es una actividad liberadora. No son infrecuentes, sin embargo, los casos en los que el humor es utilizado para humillar, ridiculizar, excluir o bloquear el diálogo. Podemos distinguir, quizás, entre el “buen humor”, que se caracterizaría por tener objetivos o efectos benévolos, como la liberación, el placer, el estímulo o la serenidad de las personas que representa o a las que se dirige, y el “mal humor”, que se caracterizaría por tener objetivos o efectos malévolos, como la sumisión, el dolor, la parálisis o el amedrentamiento de aquellos a los que representa o a los que se dirige.

A lo largo de los milenios, el “buen humor” ha adoptado numerosas formas como la ironía de Sócrates, Cervantes o Voltaire; la autoderisión comprensiva que nos exculpa a todos de nuestros defectos por considerar que todos somos igualmente ridículos; las bromas hechas en momentos de desgracia o, incluso, las carcajadas de Tyler Durden mientras recibe una paliza, en El club de la lucha (1996), de Chuck Palahniuk.

Todas estas formas de “buen humor” son modos de tolerancia, autodominio y libertad, y pueden ser consideradas, en términos spinozianos, “pasiones alegres”, pues aumentan nuestra sensación de potencia o poderío. Este es el sentido en que llamaré al “buen humor”, “humor alegre”. Y eso fue, precisamente, lo que quiso mostrar el humanista Etienne Dolet (1509-1546), quien se ganó el derecho a ser considerado patrón y mártir del humor, al proferir, antes de morir quemado en la hoguera, un ingenioso juego de palabras: “Non dolet ipse Dolet, sed pia turba dolet”, esto es “No es Dolet quien se queja, sino una piadosa multitud”.

A lo largo de los milenios, el “mal humor” también ha adoptado numerosas formas como la burla del diferente y el extranjero; el humor privado o esotérico, que sirve como mecanismo de exclusión a aquellos que no pertenecen a un determinado grupo social; los chistes satíricos que difunden una sensación de fatalidad e impotencia; la broma descompresiva que permite soportar mejor las injusticias políticas y sociales; o las carcajadas de los torturadores, ya sea en los patios de los colegios o en las prisiones.

Todas estas formas de “mal humor” buscan doblegar, asustar, desinflar y rendir, y pueden ser consideradas, también en términos spinozianos, “pasiones tristes”, pues disminuyen nuestra sensación de potencia o poderío. Es también en este sentido que llamaré al “mal humor”, “humor triste”. Y no es extraño que el mismo Baruch Spinoza, al que consideramos, con Alain, “maestro de alegría”, rechazase la sátira en su Tratado político (I, 1) y en su Ética (III, “Prefacio”), por considerar que tiende a fomentar, exagerándola, la impotencia humana.

Una vez establecida esta diferencia, me atrevería a afirmar que, tras un comienzo prometedor, la literatura de ámbito hispánico, desde Quevedo hasta Cela, pasando por Gracián, Unamuno o Baroja, ha estado dominada por el “humor triste”. Evidentemente, hay excepciones, pero, tal y como decía Borges, Cervantes es el menos español de los escritores españoles, y, en nuestros días, maestros del humor como Álvaro Cunqueiro (1911-1981), Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), Wenceslao Fernández Flores (1885-1964) o Fernando Iwasaki (Lima, 1961) son considerados frívolos e intrascendentes.

¿Qué pasó para que el “buen humor” del autor del Lazarillo (1554), Cervantes o los hermanos Valdés desapareciese de nuestra literatura? ¿Qué sucedió para que el humor dejase de ser digno, liberador, sanador e intuitivo para convertirse en flagelo de díscolos y martillo de herejes? Dice Fernando Iwasaki, haciendo variaciones sobre la pregunta inicial de Conversación en la Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa, que “el momento en que se jodió España” (y, con ella, toda Latinoamérica) fue el momento en que se expulsó a los erasmistas.

Lo cierto es que Erasmo (1466-1536), admirador de Luciano (siglo II d.C.), admirado por Rabelais, padre espiritual de Montaigne (del que Quevedo –dice Borges– no supo aprender su sonrisa), amante de refranes y giros humorísticos, y autor de la primera obra literaria moderna cómica, El elogio de la locura (1511), le concedió al humor todas las dignidades filosóficas, literarias e, incluso, religiosas. No era el “humor alegre” un elemento menor del proyecto erasmista, sino su mismo núcleo, como prueba quizás el hecho de que toda la cultura del barroco pueda ser vista, entre muchas otras cosas, como el proceso de sustitución del “humor alegre” de Erasmo por el “humor triste” de Quevedo.

Ciertamente, lo que el triple viento de la restauración monárquica, la reacción señorial y la Contrarreforma se llevó consigo no fue solo un modo escéptico y tolerante de entender el mundo y la religión, sino también un modo liberador, tierno y activador de reír, para dejar en su lugar la burla de aquellos que se salen de la norma, la risa resignada de los que creen que nada puede cambiar y la sátira que asusta a los hombres con sus aires de juicio final.

Así, al humor tolerante y piadoso de El Lazarillo o el Quijote sucedió la sátira agresiva de El Buscón (1629), de Quevedo, donde el castigo que recibirá el protagonista, por haber violentado el orden estamental, haciéndose pasar por noble, es ser rajado en las mejillas para que todos vean, ya para siempre, quién es “en realidad”. La sonrisa-cicatriz del Buscón don Pablos es el símbolo perfecto del “humor triste” hispánico, cuya sonrisa es también una cicatriz, aquella que se le infligió a una población que había hecho el amago de liberarse para que las cosas volviesen a ser como Dios manda.

Nada que ver con el humor democrático y subversivo de la Celestina (1499), de Fernando de Rojas, que había inventado el género de la “tragicomedia” con la intención de subvertir la preceptiva clásica (según la cual la tragedia debía narrar la historia de personas nobles, idealizándolas, mientras que la comedia debía narrar la historia de personas vulgares, ridiculizándolas) porque creía que todos los hombres, independientemente de su origen, son igualmente dignos y ridículos. Contra ese desorden del mundo se opondrá nuevamente la risa estamental y reaccionaria que despiertan los graciosos de las comedias y el vulgo de los entremeses.

Seguramente por eso, a diferencia de otros países en los que triunfó la revolución burguesa (la Inglaterra de G. K. Chesterton, George Bernard Shaw u Oscar Wilde o los Estados Unidos de Mark Twain, Charlie Chaplin, Tom Wolfe o Woody Allen), en el mundo hispánico, el humor es considerado un rasgo inferior y plebeyo, digno de graciosos y bufones, y cuando se lo practica, es con un espíritu “triste”, que busca castigar, asustar y debilitar.

Pero aunque la persecución de los erasmistas y la propagación de la cultura barroca supusieron, en el ámbito hispánico, la implantación del “humor triste” como herramienta de alienación y dominación, eso no significa que en otros lugares y momentos no se lo haya utilizado también.

Rudolph Herzog explica, en Heil Hitler, el cerdo ha muerto. Comicidad y humor en el tercer Reich (2014), que muchos de los chistes que se contaban en la Alemania de los años treinta y cuarenta no cumplían una función crítica o revolucionaria, sino, antes bien, dominadora, ya que difundían un cierto tono fatalista, que tendía a congelar toda esperanza de cambio o de acción. Slavoj Zyzek, por su parte, nos informa, en Mis chistes, mi filosofía (2015), que en la antigua Unión Soviética existía el rumor de que era el mismo departamento de estado el que creaba y difundía chistes críticos con el régimen, con el objetivo de rebajar la tensión y el descontento.

También la revolución neoliberal, emprendida por Margareth Thatcher y Ronald Reagan en los ochenta, con el objetivo de desactivar las corrientes de liberación y contestación que se habían desatado en los años sesenta, construyó, gracias a los medios de comunicación y a la posmodernidad, su propio barroco contemporáneo, al que no le falta su propio “humor triste”.

Pensemos, por ejemplo, en el proceso de demonización y ridiculización de las clases trabajadoras en los medios de comunicación de medio mundo, donde, como estudia Owen Jones, en Chavs. La demonización de la clase obrera (2011), han dejado de ser representados como personas dignas u honestas, o, como mínimo, reales, para convertirse en los espantajos zafios, sucios y ridículos que pululan por los programas de televisión basura. Nuevos graciosos de entremés a los que se les pueden tirar nabos y tomates.

No deberían estos ejemplos hacernos pensar que el “humor triste” es característica exclusiva de los reaccionarios o de los poderosos. También la izquierda, particularmente la izquierda española e hispanoamericana, está poseída por un viento triste, que le impide reír con ternura, un sentimiento que no sabe reservarse siquiera para sí misma. La suya es una risa dogmática, indignada e intolerante, que se ocupa más de despreciar y descalificar a los demás, que de admirarse, regocijarse o compadecerse ante la debilidad, la incoherencia y la estupidez humana.

Más allá de las ideologías, el humor triste se prodiga, en la actualidad, adoptando todo tipo de formas y géneros, como las comedias cinematográficas, los monólogos cómicos, los comentarios a las noticias de periódico o los memes colgados en Twitter o Facebook. Sus efectos, no siempre conscientes, siguen siendo los mismos: amedrentar, avergonzar, culpabilizar, descorazonar, rendir y doblegar.

Por eso, no es solo un deber ético, sino también político, reconquistar el humor, desactivando sus modalidades tristes, para activar las alegres. Para ello, podemos leer a Luciano, Erasmo, Montaigne, Twain, Chesterton, Wilde, Shaw, Macedonio Fernández, Borges, Cortázar, Wenceslao Fernández Flores, Bashevis Singer, Cunqueiro, Bryce Echenique, Cabrera Infante, Prévert o Iwasaki.

Para ello, podemos tratar de reírnos de nosotros y de los nuestros, en particular, y, en general, de la humanidad, que se bajó de los árboles para subirse a la parra.

Autor del artículo: Bernat Castany Prado

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