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Muerte en el gueto

Por Público  ·  16.09.2016

El homicidio, mal endémico en los barrios negros de Los Angeles, pese a reducirse respecto a los ‘años de plomo’

El título de este artículo es el mismo que el de un libro de la periodista norteamericana Jill Leovy que ahora edita en España Capitán Swing y cuya temática resulta complementaria de la de otra obra de la jurista Michelle Alexander ya glosada en Público: El color de la justicia. En uno y otro caso se ilustra cómo, pese a la desaparición de las leyes que les convertían en ciudadanos de segunda categoría y al auge de lo políticamente correcto y la discriminación positiva, los negros de EEUU engrosan la población carcelaria, los corredores de la muerte y las estadísticas de víctimas de asesinato en proporción escandalosamente superior a la que correspondería por su proporción en el conjunto de la población del país.

Leovy, que fue reportera jefe de Los Angeles Times y cubrió a pie de calle la ola de violencia que devastó el sur de LA a finales del siglo XX, creó dentro de ese diario, en 2007, el blog Homicide Report (homicide.latimes.com) en el que se recogen todos los homicidios cometidos en el condado y las circunstancias en las que se produjeron. Este jueves, la siniestra estadística ascendía a 630 muertes violentas en los últimos 12 meses en el condado de Los Angeles, y eso después de reducirse la cifra en más de la mitad respecto a los años de plomo. La última registrada hasta ese día se llamaba Deborah Lagunas y tenía 30 años. La inmensa mayoría de las víctimas eran negros, al igual que sus ejecutores.

Entre los motivos del descenso, Leovy cita un drástico cambio demográfico que ha reducido la población negra de Los Angeles desde el pico del 20% que alcanzaron tras la oleada migratoria de los sesenta del siglo XX hasta el 8% de la actualidad. Los nuevos inmigrantes, por ejemplo los hispanos, tienen índices de delincuencia menores, no ya por ser de una etnia diferente, sino por ser recién llegados (la movilidad es un factor reductor de la violencia) y por no vivir como ellos tan recluidos en barrios amurallados, aunque las barreras no sean físicas ni visibles a simple vista.

A los negros les ha costado siempre más escapar de la segregación real, la que afecta por ejemplo a las oportunidades educativas, el empleo por parte de empresarios blancos o la búsqueda de una vivienda en propiedad o alquiler. Se veían —y en buena medida siguen viéndose— forzados a cocerse en su propia salsa, en una olla en ebullición en la que florecían las disputas entre bandas y la chispa que degenerase en paliza, tiroteo u homicidio podía saltar por motivos tribales con frecuencia menores. Por ejemplo, por una falta de respeto a los códigos del grupo, la disputa del territorio, la intrusión esporádica en el ajeno, ciclos de venganza, delaciones, maraña de conflictos comunitarios, pelea por las mujeres, trapicheos de la droga o el clásico error de hallarse donde no se debía cuando no se debía.

La idea básica del libro es que “allí donde el sistema de justicia penal no reacciona con firmeza ante los heridos y los muertos por violencia, el homicidio se hace endémico”. Leovy certifica que los negros de Estados Unidos han vivido durante demasiado tiempo desprotegidos en la práctica por las leyes de su propio país, lo que inevitablemente ha llevado a muchos de ellos, sobre todo jóvenes sin horizonte, a llenar con sus propios protocolos el vacío de la autoridad legítima.

“Las bandas”, señala, “son la consecuencia de la falta de imperio de la ley, no su causa. La violencia se convierte en ley”. Y todo ello en medio de la indiferencia del resto de la comunidad, sobre todo de los blancos, y de la desidia política, porque “la muerte de negros no es noticia”. Literalmente, porque la mayoría de los homicidios de los que son víctimas no merecen ni una línea en los periódicos ni, con frecuencia, una respuesta policial adecuada.

Los protagonistas de Muerte en el gueto son policías honestos, conscientes de su deber hacia la comunidad, comprensivos con la lucha por la vida en los barrios negros del sur de Los Angeles y convencidos de que, una forma de sacar del hoyo a sus vecinos, es llevar hasta allí la justicia y, pese a todas las dificultades, investigar minuciosamente los crímenes para conducir a los culpables ante el juez. Estos policías que cuesta creer que sean representativos de la actitud general de los agentes parecen salidos de una serie de televisión, y en su mayor parte se muestran convencidos de la utilidad social de su trabajo, aunque sean conscientes de que el problema global les sobrepasa a causa de sus enormes dimensiones.

Ellos son hábiles y concienzudos a la hora de interrogar a los sospechosos, pero nunca les ponen la mano encima. Incluso se toman muchas molestias y se implican emocionalmente tanto para comunicar a una madre la muerte de su hijo como para proteger a los testigos de cargo. Demasiado bonito para ser cierto. Para ser del todo creíble, a este cuadro idílico le falta el contrapunto. Esta policía tan responsable y humanitaria parece salida de otro planeta. Se nota que Leovy ha trabajado con ella y ha establecido relaciones personales con muchos agentes. No pretendo decir que sea parcial de forma consciente, pero cuesta creer que su proximidad al objeto de estudio le permita ser totalmente objetiva. Idealiza a unos profesionales que, por no ir más lejos, se convierten de vez en cuando en carne de telediario por la brutalidad con la que tratan a los sospechosos o la ligereza con la que aprietan el gatillo.

A veces, esos policías tan responsables y convencidos de su función social que muestra Leovy aran en el mar, se desaniman, sienten la tentación de tirar la toalla. Se ven faltos de apoyos y de los medios necesarios para desarrollar eficazmente su trabajo. La magnitud de la tarea, la escasez de personal, los recortes presupuestarios y las rutinas consolidadas hacen que solo puedan ser eficaces en menos del 50% de los casos. Y mientras tanto, los negros del sur de Los Angeles siguen muriendo a un ritmo incluso superior al de las bajas en pleno conflicto bélico entre las fuerzas norteamericanas en Irak o Afganistán. A tales extremos llegó la situación en su momento más crítico que los cirujanos de la zona que atendían a los incontables heridos en tiroteos adquirieron una pericia tal que se convirtieron en maestros para los médicos del Ejército que se preparaban para trabajar en zonas de guerra.

Resulta muy significativo de la orientación de Muerte en el gueto que el único caso recogido en el que no se escatima ni tiempo ni esfuerzos para hallar a los culpables sea el del asesinato del hijo de un compañero, negro, que por compromiso hacia su comunidad, decidió vivir en un barrio negro al contrario que la mayoría de sus compañeros, que optaban por zonas residenciales de las afueras. El seguimiento de esta investigación, desde la búsqueda de testigos y pruebas hasta el interrogatorio de los sospechosos y el desarrollo del juicio resulta, desde un punto de vista novelesco, lo mejor del libro y, en las manos adecuadas, podría dar origen a un magnífico thriller. El policía real está dibujado con un trazo poderoso que haría las delicias de un buen guionista de cine o televisión.

El hijo asesinado del policía Wallace Tennelle se llamaba Bryant y tenía 18 años. Era un buen chico. Lo que le mató fue ser negro, o medio negro, ya que su madre era costarricense. El detective que se ocupó de su caso, tras pasar infructuosamente por otras manos, el héroe de Muerte en el gueto, se llamaba John Skaggs. Era el mejor agente del sur de Los Angeles. Hizo muy bien su trabajo. El interrogatorio a uno de los sospechosos fue una obra de arte. Al menos así lo presenta Leovy. Los dos asesinos convictos fueron condenados a cadena perpetua. Alguien dijo: “Si todos los casos se investigaran como el de Bryant no habría casos sin resolver”.

Escaseen los superhombres en la policía, y no hay auténtica voluntad política de acabar con la guerra civil en los guetos. Cuando se dan pasos en el sentido adecuado, los resultados son notables, como cuando, con Obama en la Casa Blanca, se aumentaron las ayudas públicas a los negros pobres y se potenció una ley de segunda oportunidad para favorecer la reinserción de los salidos de la cárcel. Son legión. En California, la población reclusa —cada vez de color más negro— se multiplicó por cinco entre 1972 y 2000. Cuando salen, más duros que cuando entraron, vuelven al gueto. Y el ciclo de violencia se renueva y refuerza.

Autor del artículo: Luis Matías López

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