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Luchar por tu ciudad no es una moda

Por PlayGround  ·  17.05.2017

Recuperar la ciudad, revindicar nuestro derecho a la ciudad: esta fue la idea vertebradora –y quizá el símbolo más visible– de un movimiento ciudadano que, de hecho, tomó su nombre de la fecha de su eclosión y del que, ahora, se ha celebrado su sexto aniversario: el 15-M.

¿Qué es, sin embargo, el derecho a la ciudad?
Hablar de «derecho» puede ser equívoco. Resulta fácil imaginar que por derecho entendemos una mera titularidad que nos pertenece por el hecho de formar parte de una comunidad política, por la mera casualidad de ser sus ciudadanos.
Además, la misma palabra «ciudadano» tiende a convertirse en una suerte de sortilegio, en un conjuro mágico que divide entre los que están dentro y los que están fuera; los que nos pertenecen –a nosotros, a la comunidad política– y los que no.
En 1967, Lefebvre escribió un ensayo-manifiesto, El derecho a la ciudad, donde lo caracterizaba del siguiente modo:
«el derecho a la ciudad no puede concebirse como un simple derecho de visita […]. Solo puede formularse como un derecho a la vida urbana, transformada, renovada».
El derecho a la ciudad es tanto participación en la toma de decisiones sobre la producción del espacio urbano como el uso mismo de ese espacio.

Debe entenderse como una vindicación de lo urbano como obra, como empresa colaborativa, como espacio de conflictos, como territorio tensionado entre violencias. El derecho a la ciudad es absolutamente transversal y político en su raíz: consiste en el derecho a participar activamente en la construcción de la misma. Derecho a la ciudad es poder formar parte de lo urbano y no simplemente un derecho de hospedaje.
Pero entonces la pregunta es, ¿dónde queda hoy este derecho a la ciudad?
 
El derecho a la ciudad, ¿está de moda?
En ocasión del sexto aniversario del 15-M, se ha retomado la discusión sobre la herencia y la apropiación del movimiento por parte de la política institucional. Se ha repescado la idea que el 15-M fue (y debía ser) como una estrella fugaz: algo bonito, efímero y que pudiéramos utilizar como guía, pero no un estado de agitación política en el que permanecer.
Y desde 2011, ¿ha habido una romantización de la toma de las plazas? ¿Se ha convertido el 15-M en un mito reconfortante?
Tal idea pasa por pensar que el derecho a la ciudad, entendido como estado de resistencia, no puede perpetuarse. La toma de las plazas como revolución permanente no es posible. Para eso están los partidos, para eso a nacido la ‘nueva política’. La ciudad puede zarandarse, dicen, pero no puede ser movimiento perpetuo.
La otra cara de esta negación consiste en el reconocimiento del derecho a la ciudad como un derecho blando, como una prerrogativa del buen ciudadano: su derecho a gozar del espacio público, a disponer de un territorio seguro, homogéneo, previsible, planificado. Su derecho a la ciudad como fantasía urbanística de la clase media, y la ciudad como indefinida zona residencial.
De hecho, a algo parecido apelaba Susana Díaz cuando, recordando el 15-M, lo despreciaba como el berrinche de una generación que, habiendo bajado un triste escalón en cuanto a calidad de vida, se habían decidido a tomar las calles para exigir para ellos también una casita en la playa.

Releer a Lefebvre
La conversión del derecho a la ciudad en una proclama ubicua, incluso en una moda, es la mejor forma de despolitizarlo. Hacer de él una excrecencia de la preocupación cívica por el mantenimiento de un espacio público perfectamente pulcro es precisamente lo que, ya en 1967, quería evitar Henri Lefebvre.
El derecho a la ciudad, que ahora ha recuperado Capitán Swing, es un libro sesudo, pero nada árido o inaccesible.
Empieza con una explicación sociológica de la desparición de la ciudad tradicional, al tiempo que explica la emergencia de nuestra realidad urbana como resultado del proceso de industrialización. Gran parte del libro está dedicado a sentar las bases de algo así como una ciencia de la ciudad que trascienda los distintos saberes fragmentarios, divididos entre distintos campos académicos. Sin embargo, es la parte final la que marca el tono y el sentido del libro: la propuesta de una estrategia política que permita recuperar y reapropiarse de la ciudad.
El prólogo de Manuel Delgado, uno de los críticos más feroces de la ideología del espacio público, ayuda a resituar la crítica política de Lefebvre para volverla plenamente contemporánea. Su idea es clara: el ciudadanismo actual, con su preocupación liberal por los derechos y el civismo, «plantea el derecho a la ciudad como derecho a las prestaciones básicas en materia de bienesar: vivienda, confort, calidad ambiental, servicios, uso del espacio público y eso que se presenta como “participación”, no suele ser otra cosa que participación de los dominados en su propia dominación».
Es en este contexto que debemos ser conscientes de hasta qué punto las ideas de Lefebvre nos pueden servir para repensar en los usos y abusos de la defensa de la ciudad por parte de los nuevos y los viejos partidos. La lectura y reinterpretación de fenómenos como el 15-M no es para nada inocente.
Con todo, El derecho a la ciudad no aspira a darnos una respuesta cerrada. El libro se abre con una advertencia de Lefebvre: su texto será ofensivo. No lo será tanto por la agresividad de sus palabras, por la virulencia de sus ideas o por estar escrito a la contra, sino por su negativa a dejar encerrar su pensamiento en un sistema, en un conjunto conceptual clausurado.
Lefebvre quiere abrir una pregunta sobre el derecho a la ciudad. Y cree que esta pregunta siempre debería mantenerse abierta.

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