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La guerra es estúpida (pero la gente no)

Por La Vanguardia  ·  28.02.2016

El decano del periodismo de campo estadounidense Studs Terkel entregó en 1985 una historia oral de la II Guerra Mundial que le mereció el Pulitzer y pulverizó toda idea romántica que aún quedaba sobre el conflicto “justo”

Ya sabíamos que la II Guerra Mundial, y las guerras en general, no eran como en Objetivo Birmania, donde nadie se hincha por el beriberi ni se caga encima por la disentería, donde las bombas caen sin desmembrar a nadie, donde todo el mundo es osado y valiente (menos el ocasional nenaza en pleno ataque de pánico, siempre étnico y sin afeitar), y los yanquis son unos trozos de pan y el enemigo (japos, boches, charlies) unos perros infames. Sabíamos que no era así, como también intuíamos que los westerns eran un camelo, pero tuvieron que llegar unas cuantas audaces novelas y películas de los setenta y ochenta para explicarnos cómo nos mintieron el establishment y Hollywood, su perro fiel. La respuesta es: en todo. Nos engañaron en todo, vamos.

La guerra “buena”, del mítico reportero de Chicago Studs Terkel (Nueva York,1912­ – Chicago,2008), es una suerte de Apocalypse now hecha historia oral de la II Guerra Mundial. Publicado originalmente en 1984, aún en años de guerra frío­-templadita, el libro ignora la historia oficial (los movimientos de tropas, los comunicados, los pactos, las fatídicas –y mendaces– estadísticas) y se apoya únicmente en el testimonio de un vasto elenco de protagonistas. Los que estuvieron allí, cara al fango y ateridos, llenos de dudas, ira o confusión.

Leyendo La guerra “buena” aprenderán ante todo que la guerra es caos. Que no se parece en nada al avance pulidet, de visión diáfana, lleno de propósito y bravura, que mostraban aquellos obscenos filmes bélicos de los cincuenta. Los soldados, marinos, coroneles, enfermeras, prisioneros de guerra –incluso el enemigo– entrevistados nos pintan aquí un marco de chapuza universal, incompetencia de los mandos, aliados matándose entre ellos, miedo permanente, borrachera eterna, delincuencia (robos,estraperlo, violaciones: por doquier), racismo autorizado (el trato vergonzoso a los soldados negros –muchos de ellos auténticos héroes– en aquella contienda) y un asqueante etcétera.

Es el detalle lo que impresionará al lector. Lo que no aparecía en las clases de historia ni en los libros con sello gubernamental que leímos. Porque nadie nos habló del olor (“ir atravesando un pueblo y, de repente, notar aquel olor espantoso (…) y oler la muerte. Es un olor que no discrimina, todo huele igual”). O de la atrocidad, vista bien de cerca: los bracitos amputados de los niños; las cabezas sin techo, sesos a la vista; los campos de exterminio, los cuerpos amontonados “como pilas de troncos”. Las incontables horas de espera, el tedio pertinaz (“no creo que haya nada más aburrido que ser soldado de infantería”). El miedo y la cobardía como constantes generalizadas, y no como bajeza puntual de unos cuantos traidores de tez aceitunada. Y una mirada distinta al lado de los “buenos”: las bombas de Hiroshima y Nagasaki (perfectamete evitables), Dresde, Iwo Jima, Bataan, todas las matanzas “justas”.

Terkel, quizás el mejor periodista del siglo XX (imprescindibles sus historias orales, sobre todo Hard times, sobre la Gran Depresión, y Working, sobre el trabajo), desentierra esa verdad de la única forma posible: hablando con quienes la vivieron. Y consigue con ello uno de los mejores manfiestos antibelicistas jamás firmados. Una clase magistral de compromiso con la justicia que es ala vez un emocionante periplo por la experiencia humana en tiempo de guerra.

Autor del artículo: Kiko Amat

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