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Islas donde huir (o enviar a Wert)

Por El País  ·  13.11.2013

 

Existe el Paraíso, pero está en este mundo. Como también el Infierno. Ambos pueden estar contenidos en las islas: esos espacios en los que históricamente se han proyectado ideas de regeneración, de nuevo comienzo, de experimentar con la Utopía en un ámbito donde, por fin, sea posible la felicidad: las islas, decía Paul Morand, son el reducto de las almas aristocráticas. Claro que también pueden ser teatro del mal, del alejamiento, del exilio forzoso de enemigos y rivales: Primo de Rivera —nuestro dictator antecessor— confinó a Unamuno en la desértica Fuerteventura; Napoleón se pudrió en Santa Elena; el despiadado capitán Flint abandonó en La isla del tesoro a Ben Gunn por no haber hallado el escondrijo del botín pirata. Y el Creador, que todo lo puede, condenó a Crusoe a vivir en una isla desierta para castigar su desobediencia e iniciarlo en las virtudes morales del capitalismo, de modo que el mismísimo Dios se halla en el origen del muy fecundo subgénero de la robinsonada. En todo caso, las islas son también conceptos poéticos lindantes con la metafísica: “una isla es una porción de tierra rodeada de Deseo por todas partes”, asegura Sánchez Robayna. Las islas, por tanto, constituyen territorios simbólicos donde todo es posible y en los que la vida se condensa, como ocurre en la novela o en el cine, de ahí su enorme atracción. Islas, por otra parte, las hay de muchas clases: fantasiosas, como las que pueden encontrarse en la Guía de lugares imaginarios, de Manguel y Guadalupi (Alianza), o en la recientísima Historia de las tierras y los lugares legendarios, de Umberto Eco (Lumen). Pero también están —y quizás son mucho más literarias— las islas reales y remotas, como las que pueblan cada página del estupendo Atlas de las islas remotas,de Judith Schalansky, un libro coeditado por dos hermanos y buenos editores independientes: Diego (Nórdica) y Daniel Moreno (Capitán Swing). Islas habitadas o desiertas esparcidas por los océanos (la capital de una se llama “Edimburgo de los Siete Mares”); islas paradisiacas —como Pukapuka—, o condenadas, como Clipperton, donde el farero (Victoriano Álvarez, dicen que se llamaba) se volvió loco y violó a sus mujeres hasta que fue asesinado por ellas a martillazos. Islas de desolación, como Napuka, llamada “de la Decepción” porque no fue capaz de ofrecer nada a los exhaustos marinos de Magallanes. Drama y comedia, enfermedad y crimen, escenario de experimentos utópicos (Tristán de Acuña) o letal campo de tiro nuclear (Fangataufa). Cincuenta islas para huir del mundo o para enviar a descansar al inefable señor Wert (con pasaje pagado). Todas primorosamente cartografiadas y literariamente comentadas en uno de los libros más atractivos de la temporada (23,95 euros). Pena que en él no figure Redonda, la única isla en cuyo ilusorio Gobierno ocupo un cargo (por designación).

La extra

La noticia de que este año los funcionarios recuperarán la paga extra —una inyección al consumo de 5000 millones de eurillos—, que les arrebató este gobierno al que tanto queremos y tanto nos quiere, ha puesto a todos los que venden cosas a cruzar los dedos y a esperar, como Danae, la jupiterina lluvia de oro. También a los editores y a los libreros, que saben que con que una pequeñísima parte de esos milloncejos se gastasen en libros el sector podría darse con un canto en los dientes. Percibo el clima expectante porque las novedades se multiplican y me sepultan, y porque los libros de regalo proliferan con un entusiasmo como de época de vacas gordas. Hasta el asiento de mi ya ajado sillón de orejas está ocupado por una pesada e inestable pila de libros de gran formato —lo que los bibliotecarios anglófonos llaman oversized—, de modo que me veo obligado a escribir de pie, como hacía el pobre Hemingway en su Smith Corona # 3, cuando no estaba masacrando animales en la sabana de Serengeti. Son tantas las novedades que, si se mantiene el ritmo prenavideño, todavía podríamos escalar aún más en el ranking mundial de libros por millón de habitantes, en el que ya ocupamos la segunda posición, con 1692 títulos, sólo por debajo de los británicos (2459 por millón de habitantes), y muy por delante de franceses (1321), alemanes (1115) y estadounidenses (1080), según los datos del informe anual de la International Publishers Association. Esa enorme y, en mi opinión, desproporcionada cantidad de novedades y reediciones también tiene su parte buena: la abundancia de oferta, es decir, la bibliodiversidad. Lástima que la edición española no se encuentre tan arriba en el palmarés en lo que se refiere a su valor de mercado, donde tiene que conformarse con el puesto número 8 (2890 millones de dólares, por debajo de Italia). De modo que, para estas Navidades, enorme oferta y competencia feroz. Tanto que todos parecen afinar su mercadotecnia con objeto de obtener una parte mollar del botín de la extra. Incluso hay algún librero malpensado que ya empieza a pensar que en esa línea todo vale. “Ahí tienes, por ejemplo”, —me dice— “lo del noviazgo libresco del año: la novia, exministra y finalista del último show planetario; el novio, conspicuo editor y aristócrata in pectore (por ese orden); y la madrina o celestina, una de las más astutas agentes del mundo mundial”. Conste que a mí la pareja me cae la mar de bien, pero no me extrañaría que, a este paso, el trío acabara saliendo en Sálvame Deluxe. Algo que, por cierto, dispararía las ventas de El buen hijo, que es, sintomáticamente, el título que la dama ha puesto a su primera novela.

 

Salamanca

Acudí a Salamanca a celebrar el vigésimo cumpleaños de la Biblioteca Pública Casa de las Conchas, una más entre las muchas de su clase que ha sabido trascender su función de depositaria de la memoria impresa para convertirse en centro cultural multiuso perfectamente integrado en la comunidad a la que sirve. Impresiona ver el gran número de actividades programadas con imaginación y exiguo presupuesto, así como el trasiego silencioso de gente que tan pronto ojea revistas y lee libros en los dos soportes, como busca material audiovisual para llevarse a casa el fin de semana, acude a un club de lectura o recaba información en Internet. Si alguna vez han estado verdaderamente vivas las bibliotecas de este país es precisamente ahora, a pesar de los aberrantes recortes que se les ha impuesto desde Cultura, a cuyo actual titular, por cierto, también se le podría aplicar la irritada segunda interrogativa de la (primera) Catilinaria: “¿Cuánto tiempo todavía se burlará de nosotros esa locura tuya?”. Completé mi estancia en Salamanca con una visita a la diminuta exposición La imprenta del convento de San Esteban, que recoge —en menos de 10 metros cuadrados— una interesante muestra de la actividad de la imprenta fundada allí en 1584 por fray Domingo Báñez, que se trajo a los hermanos Renaut, procedentes de Francia, para hacer libros con tipos móviles. Luego, cuando bajé al claustro, me senté en el confesionario de Santa Teresa con la esperanza de que los muros me revelaran al oído sus pecados. Lo hicieron, créanme, pero no encontré entre ellos nada reseñable.

 

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