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Ideas para escribir sobre la crisis, aunque escribir sobre la crisis no sea obligatorio

Por El Confidencial  ·  23.02.2013

Corren tiempos en los que parecería lógico que cada escritor escribiera su novela de la crisis. Porque algunos silencios o algunas tangentes resultan perturbadores. No es obligatorio escribir sobre las crisis, aunque resulta casi imposible no hacerlo… La crisis se podría abordar desde una perspectiva temática íntima, épica o coral y podría dar lugar a cientos de relatos diferentes: unos papás progres, de los que se han preocupado mucho por vestir a sus cachorros con prendas de algodón ecológico y esas cosas, tienen un miedo cerval –un miedo que te cagas– ante el futuro; una muchacha soñadora demuele su concepto del amor porque no tiene dinero suficiente para hacerse la cera; los libertinos asisten al derrumbe de su sexualidad: ya no tienen ganas de nada; un parado consume tranquilizantes y ve la televisión; la clase media y la fantasía de la libertad llegan a su fin; Robin Hood resucita y se vuelve a morir; un escritor pergeña el best seller total de la corrupción política de alto standing; un comando terrorista de octogenarios envía paquetes de goma 2 a las sucursales bancarias; una emprendedora pone un negocio de plantas de interior y se la secan; los responsables de una perrera matan a todos los perros porque ya nadie adopta animales…

 

La crisis se podría abordar desde distintos géneros y tonos: ópera bufa, tragedia griega, canción protesta, novelón decimonónico, poema deconstructivo, sátira, culebrón,  bildungsroman… Desde una óptica realista –si se cree legítimamente que el realismo aún no está desactivado como instrumento de denuncia–, una óptica negra, metaliteraria, documental, de espejo del callejón de Álvarez Gato o de fantasía y ciencia ficción. Hay muchas cosas que contar del mundo en que vivimos y, si uno sigue siendo un poquito sartriano, no es improbable confiar en que hacer el relato de lo que no queremos ver, de lo que nos pasa desapercibido o de lo que nos duele, es el primer paso para la transformación. Porque escribir es una acción que puede llegar a ser incluso una acción política: aunque no siempre, la escritura solo se convierte en una acción política cuando molesta.

Quizá el mejor ejemplo de escritura política consista en acudir a una manifestación. Marcar con la pisada el asfalto. Sin faltas de ortografía. Apretando el lápiz. Con mala letra.

¿Y si la crisis se convierte en merchandising?

Pero ¿y si la literatura política se ha convertido en una moda? ¿Y si es el nuevo icono indie? ¿Y si el radio de actuación de la literatura –en el corralito de la conciencia y desde ahí hacia el universo y ¡más allá!– se restringe y su casi insignificante repercusión en el espacio público se desactiva porque las palabras de los textos son como un pin del Ché Guevara y los significantes dejan de tener significado o lo alteran hasta hacerlo irreconocible por obra y gracia del poder zombificador del mercado? No se puede criticar la demagogia –mucho menos combatirla– escribiendo libros demagógicos. Ay.

 

No soy Sidney Poitier (Blackie Books), del escritor estadounidense Percival Everett: Everett no habla de la crisis, pero sí habla de la dificultad de ser persona cuando uno pertenece a una minoría discriminada, en este caso, los negros en Estados Unidos. En unos Estados más que otros. También habla sobre la necesidad de definirnos y sobre la manía de encontrar nuestra identidad precisamente en todo aquello que no somos.

La sabiduría de Everett consiste en combinar el tono de Vonnegut con el de Groucho Marx –probablemente el segundo ya estaba dentro de la lógica narrativa y del sentido del humor del primero– para crear un profesor de filosofía del sinsentido (sic), llamado Percival Everett, que tiene como alumno a un negro multimillonario cuyo nombre es No soy Sidney Poitier. Con la construcción de un personaje como No soy Sidney, Everett sugiere que hay distintos criterios de discriminación y que, como en el juego de piedra, papel, tijera, unos neutralizan a otros: por ejemplo, si uno es lo suficientemente rico y el interlocutor lo sabe, se minimiza el problema del género o de la raza. No es que se anule completamente, pero si me permiten el chiste –no puedo evitar contagiarme por el tono de estos libros–, las cosas se ven “de otro color”.

A partir de ahí, se suceden situaciones hilarantes como cuando No soy Sidney Poitier descubre que las felaciones pueden llegar a ser muy dolorosas; cuando recrea el argumento de La esclava libre, película en la Sidney Poitier participa, pero No soy Sidney Poitier, no; o cuando Agnes, la hija de una familia negra pero no demasiado, hace piececitos por debajo de la mesa con un comensal albino que no puede disimular su satisfacción… Lo mejor de esta novela es el retrato de esos negros que no quieren ser negros o que juegan toda su vida a ser negros buenos, negros domesticados, negros integrados. Como si no pasara nada. El tipo de negro que, en parte, fue Sidney Poitier y, más recientemente, Denzel Washington. O el mismísimo Obama. Que es negro. Pero solo a medias. Y para lo que le interesa.

Julio Jurenito

Parece que el tono de humor, más o menos vitriólico, le cuadra a la literatura política. Yo estoy empezando a pensar que, en algunos casos, humor y efecto político pueden llegar a ser incompatibles: sobre todo, cuando el humor se emplea como calmante. Sin embargo, estoy a favor de que se utilice como lubrificante y que, practicándote una prueba diagnóstica indolora –¿existen?–, al final descubras que padeces un cáncer terminal. Eso sucede con algunos libros de De Lillo, con los de Lionel Schriver, incluso con los de Kurt Vonnegut. Con Julio Jurenito de Ilya Ehrenburg, publicado por Capitán Swing, sucede algo diferente: Julio Jurenito es maestro, guía, amigo, socio, camarada, el mesías, en torno al que, entre otros discípulos, se congregan un vagabundo italiano, el propio Ehrenburg, un capitalista cristiano y, sobre todo, el gran Spiridonovich, tolstoiano histérico e histriónico, a quien alma, culpa y redención no se le caen de la boca…

 

Las aventuras de esta pandilla a través de una Europa de guerras, revoluciones y entreguerras expresa la admiración y el rechazo hacia la cultura occidental; la reserva y el entusiasmo hacia las revoluciones; y el amor y el odio hacia la naturaleza humana. En esa fusión de contrarios, que forma parte de la corrección política actual y a la vez quizá es una aproximación realista a nuestra condición de animales mamíferos evolucionados, se introducen lúcidas reflexiones sobre el arte, el sexo, el papel del capitalismo en los enfrentamientos bélicos, la crueldad de los biempensantes, el “humanitarismo” de una guerra que perdona el asesinato masivo siempre y cuando éste no se cometa con balas Dum-Dum. La sátira se combina con la autoficción, la novela de aprendizaje y de aventuras, e incluso con el didactismo de algunas obras del Barroco.

No sé muy bien por qué, pero mientras leía a Ehrenburg me acordaba de El criticón de Gracián. Las asociaciones de mi conciencia libresca, mis redes intertextuales y mis respuestas a los test de Rorschach literarios a veces son muy libres. Pero lo más interesante de Julio Jurenito es la sana pretenciosidad y la iluminación desde las que se atreve a escribir Ehrenburg. Sin miedo de subirse al púlpito para dirigirse “a las generaciones futuras”. Ilya Ehrenburg fue poeta, amigo de Picasso, corresponsal durante la primera guerra mundial, simpatizó con la revolución, emigró de la Unión Soviética y, en último término, fue un humanista. En el mejor y en el peor sentido de la palabra.

 

 

 

 

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