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Historia del humor durante el Tercer Reich

Por El Mundo  ·  06.06.2014

Que el humor es capaz de desactivar hasta la realidad más brutalmente dolorosa es tan cierto como que sólo los expertos en explosivos son capaces de hacer lo propio con las bombas. Y de ello da buena cuenta el exhaustivo y curiosísimo ensayo que Rudolph Herzog, el hijo de Werner, el reconocido cineasta alemán responsable de ‘Fitzcarraldo’, acaba de publicar: ‘Heil Hitler: el cerdo está muerto’ (Capitán Swing). Cuyo subtítulo especifica: ‘Reír bajo Hitler: Comicidad y humor en el Tercer Reich’. Y en cuyas páginas se amontonan todos los chistes (y las caricaturas y cualquier muestra de humor gráfico que se precie) que surgieron al poco de llegar los nazis al poder. Páginas que exploran los límites del humor ante el horror más absoluto: el Holocausto.

Porque, ¿puede uno reírse de las víctimas? ¿Y de Hitler? ¿No era peligroso? ¿Y eran, en algún sentido, útiles? “Los chistes políticos no eran una forma de resistencia activa, sino más bien vías de escape para la rabia acumulada del pueblo”, explica Herzog en el libro. Pero, por miedo, “aquel que ventilaba su rabia con bromas mordaces no se echaba a la calle ni desafiaba a la autoridad de otra manera”, apunta Herzog, que añade, “curiosamente, la mayor parte de los narradores de chistes que fueron denunciados y arrastrados a los tribunales recibieron castigos más bien leves”. Por lo que no es cierto que “los chistes políticos de la época nazi sólo se podían contar entre susurros y en secreto”, señala.

Pese a ello, sí que hubo un par de procesos draconianos en la atmósfera envenenada de los últimos años de la contienda. Aunque lo verdaderamente interesante del ensayo tiene que ver con tipos como Heinz Rühmann, el comediante estrella de la época nazi, que, por orden de Goebbels incluso animaba a los alemanes a procrear vía películas como ‘Hurra, ich bin Papa!’. Lo curioso del tema de Rühmann, que trató de no posicionarse aunque sus películas eran decididamente políticas (y obedecían órdenes muy concretas) y fue calificado de “simpatizante” por el comité de desnazificación de la posguerra, es que su mujer era judía y que había sido una estrella ya en la época de la República de Weimar, razón por la cual el nuevo regimen hizo la vista gorda. Goebbels fingía mirar hacia otro lado cada vez que alguien le recordaba con quién estaba casado el famoso actor (que acabó dejando de estarlo y se le arregló a su mujer un matrimonio de conveniencia con un actor sueco para que pudiera salir ilesa de Alemania).

Habla Herzog de los orígenes de ‘El gran dictador’, de Chaplin. El actor se encontraba en Cataluña cuando Inglaterra declaró la guerra a los nazis. Por entonces aún no había acabado la película, que, por cierto, no fue idea suya, sino del director Alexander Korda, pero, a medida, que el ejército alemán empezó a arrinconar al inglés, los telegramas no dejaron de llegar. La mayoría procedían de Nueva York y decían: “Apresúrese con la película, todos la están esperando”. A la vez que el Gobierno alemán inició su propia campaña para frenar el proyecto.

Pero ‘El gran dictador’ no es la única película de la que se habla en el ensayo de Herzog, aunque sí es la comedia más salvaje y famosa sobre la figura de Hitler que se rodó durante esa época, época en la que se popularizaron chistes como el que sigue: “¿Quién es el mejor técnico electricista de Alemania? Adolf Hitler. Ha encendido Austria, ha apagado Rusia, ha puesto el mundo entero en alta tensión y sigue teniendo el interruptor en sus manos”.

El histórico repaso culmina con el fin del tabú, que para Rudolph Herzog, que además de escritor es actor y director de documentales, coincide con el estreno de ‘La vida es bella’, de Roberto Benigni, capaz de convertir el horror del Holocausto en un modesto cuento que no deja de jugar con el humor y evita toparse con la atrocidad que, sin embargo, está presente en todo momento. Herzog también señala como punto de inflexión la publicación, en 1998, un año después de que ‘La vida es bella’ se llevara un buen puñado de Oscars, de ‘Adolf, el cerdo nazi’, la sátira de Walter Moers, en la que el dictador aparece en el mundo de hoy (ya de ayer, el mundo de los 90) y, en un ataque de furia, por ejemplo, deja morir de hambre a su Tamagochi. En cualquier caso, apunta Herzog, “el tiempo de la demonización ha quedado atrás”, y añade: “Cuando uno se ríe de Hitler, lo está despojando de las capacidades metafísicas y demoníacas que se le atribuían”.

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