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GTMO: faltan letras, sobran presos

Por Deia Noticias de Bizkaia  ·  19.04.2016

GTMO es como el ejército norteamericano llama al centro de detención para los yihadistas existente en la base militar de Guantánamo, en la bahía del mismo nombre, a barlovento del extremo oriente de la isla de Cuba. Convertir el nombre en una abreviatura encubre una pretensión: deja de ser un lugar geográfico para transformarse en algo abstracto, irreal, en el más allá, en una versión del infierno. Mohamedou Ould Slahi, recluido en ese no lugar, ha conseguido gracias a sus corajudos defensores norteamericanos, que actúan pro-bono (de modo gratuito), publicar unas memorias de su permanencia en GTMO. Que los más destacados de entre sus abogados sean dos mujeres, Nancy Hollander y Sylvia Royce, debería hacer reconsiderar a Slahi sus prejuicios respecto al género femenino, cosa que parece improbable que haga. Esas memorias son parciales porque contienen más de 2.500 tachaduras de la censura, a veces páginas enteras, y porque solo relata sus vivencias, si a eso le podemos llamar vida, entre 2002 al 2004. La editorial Capitán Swing, modelo de lo mucho que se puede hacer con pocos medios cuando la inteligencia abunda, ha publicado recientemente el Diario de Guantánamo de M. O. Slahi, convertido en best seller internacional desde su publicación en inglés el pasado año. El exitoso novelista y exespía John Le Carré califica el diario como “una visión del infierno más allá de Orwell y Kafka”, con lo que queda dicho casi todo.

UN SLAHI EN AVIÓN Slahi nació en Mauritania, hijo de un tratante nómada que le enseñó a memorizar el Corán; octavo de doce hermanos, resultó un alumno despierto con facilidad para las matemáticas. En 1988, consiguió una beca de una fundación alemana para estudiar Ingeniería Electrónica en aquel país, a donde se trasladó a los 18 años, siendo el primero de su familia en estudiar una carrera universitaria, en el extranjero además, y en volar en un avión. Ya en Alemania cambiaron las cosas. Interrumpió sus estudios para alistarse en la yihad contra el régimen prosoviético de Afganistán, hizo juramento de lealtad a Al Qaeda, recibió entrenamiento con la ayuda de Estados Unidos y volvió a Alemania en 1992, cuando los rusos estaban a punto de ser derrotados. En los interrogatorios a los que luego fue sometido, declaró que las fratricidas luchas entre facciones afganas, muchas veces contra la propia Al-Qaeda, le llevaron a distanciarse de esta última. Los interrogadores nunca le creyeron. Lo cierto es que por su casa de Duisburgo, donde finalizó su carrera, pasaron, según informes e intervenciones telefónicas del BND -servicio secreto alemán- antiguos combatientes afganos; un primo lejano y cuñado suyo asesor de Osama Bin Laden en el Consejo Shura -teológico- de Al Qaeda, y otros más que años después cobrarían importancia por su participación en los atentados del 11-S. Al no poder asegurar su futuro en Alemania -esa fue su posterior explicación-, Slahi se trasladó a Canadá como emigrante económico. En Montreal, considerado un hafiz, es decir, creyente que conoce de memoria el Corán, pasó a dirigir los rezos de la mezquita en ausencia del imán. Allí conoció a un argelino de nombre Ressam que un par de meses más tarde fue detenido cuando pretendía entrar en Estados Unidos con un coche cargado de explosivos para hacerlo estallar en el aeropuerto de Los Ángeles el día de Año Nuevo de 2000. El FBI llamó la trama del Milenio a este atentado frustrado que iba a coincidir con otros fallidos y la consideró un anticipo de los que ocurrirían el 11-S del año siguiente.

A resultas de la detención del argelino, la Real Policía Montada de Canadá acudió presta a interrogar a Slahi, quien negó cualquier relación con aquel. De la misma, cogió un avión para regresar a su país, vía Bruselas y Dakar (Senegal). Que un inmigrante con pretensiones de asentarse definitivamente en lo mejor del primer mundo retornara a su tercermundista país justo después de ser interrogado en relación con un acto de terror no pasó desapercibido a la comunidad de inteligencia occidental y en concreto a la norteamericana. El FBI, la NSA y la CIA incluyeron a Slahi en la lista de sospechosos sometidos a control integral. Tal control no fue obstáculo para que pudiera vivir durante un año en Mauritania sin mayor incomodidad que unas rutinarias detenciones en las que era desganadamente interrogado por los servicios secretos locales. Y en esas estaba cuando cuatro aviones pilotados por asesinos-suicidas se estrellaron en Nueva York, Washington y Pensilvania.

CONVERTIDO EN ‘ALMOHADA’ Slahi fue nuevamente detenido, esta vez para no volver. En un avión privado le llevaron a una cárcel secreta de Jordania. Allí fue torturado durante ocho meses a la manera, digamos, tradicional: palizas, inmersión en agua, choques eléctricos… Los jordanos, subcontratados como sayones por los norteamericanos, no sacaron nada en claro del detenido, así que lo devolvieron. Los americanos, en sus trece y sin dar fe de vida a la familia de Slahi, lo trasladaron a la base militar de Bagram, en Afganistán, donde le interrogarían durante quince días más. Finalmente, junto con otros 34 prisioneros, fue introducido en otro avión con destino desconocido que, como sabrán meses más tarde, resultaría ser la base de Guantánamo, la Cuba bajo dominio americano, un agujero negro y sin ley para Slahi. Era un 5 de agosto de 2002.

Con la aprobación personal de Donald Rumsfeld, secretario de Defensa del Gobierno de George W. Bush, se somete al detenido, a quien se ha despojado de su nombre y rebautizado como Almohada, a un Plan de interrogatorio Especial consistente en palizas, meses de aislamiento extremo, insomnio prolongado hasta el delirio, humillaciones físicas, síquicas y sexuales -con intervención de interrogadoras femeninas-, amenazas a su familia, prohibición de orar en voz alta, denegándosele conocer la quibla -orientación a La Meca a donde dirigir sus rezos- y un secuestro y entrega fingidos. Así, durante dos años seguidos.

Los interrogadores, sucesivamente del FBI, CIA, Ejército americano, BND alemán, egipcios y quizás israelíes, disponen de un cúmulo de indicios contra el detenido: sus relaciones familiares, personales, juramento de lealtad a Al Qaeda, interceptaciones telefónicas donde se pronuncian frases con doble sentido, viajes sin explicación, aparentes fugas y un largo etcétera… pero ninguna prueba concluyente. Además, el detenido no es un peso mosca. Musulmán instruido, universitario formado en occidente, capaz de hablar en cuatro lenguas, incluida la inglesa en la que escribe su diario, los superiores de los interrogadores saben que el detenido tiene todos los atributos del liderazgo si esa fuera su intención una vez liberado, pero ¿cómo conocer sus intenciones? Ante tal dilema, lo mejor es mantenerlo privado de libertad, se dicen.

Y así siguen pasando los años. Slahi mantiene con sus interrogadores un duelo imposible y trágico. “¡Esfuérzate -le dicen- para que te creamos, demuéstranos que eres inocente!”. El cúmulo de indicios, ninguna prueba, es suficiente para alentar a los interrogadores, que se suceden esperando cada uno nuevo de ellos triunfar allí donde su predecesor fracasó. Pero resulta insuficiente para obtener una confesión creíble. Por más que Slahi, entre furtivas admisiones y penosas explicaciones, confirme la denuncia dirigida contra él por un arrepentido de Al Qaeda que ha pactado con el fiscal, ahora son sus propios interrogadores los que no le creen, ya que consideran esa confesión guiada por la intención de que le dejen en paz. De un lado, quienes buscan, de cualquier manera, la verdad. Del otro, quien está dispuesto a dársela, aunque sea mentira. Empate infinito. En otros tiempos, el dilema se habría resuelto mediante las ordalías o juicios de Dios, en las que solo se le declaraba inocente si el detenido al que se le ponía entre las manos un hierro candente no se quemaba o apenas un poco. La inquisición torturaba con idéntico fin hasta que la justicia moderna llegó a la conclusión de que una confesión, incluso obtenida sin coacción, no era prueba suficiente puesto que había que contrastarla con otros indicios para darla por buena.

LA VERDAD PARANOICA Nada de eso sirve en GTMO. Los interrogadores buscan la verdad, a la que muy oportunamente el lema de la CIA invoca: “La verdad os hará libres” (Juan 8.32.). Pero esa búsqueda de esa verdad puede resultar paranoica cuando los interrogadores no creen lo que están deseando oír. Esa duplicidad convierte a GTMO en el peor lugar del mundo, en la plasmación dantesca del “abandonad toda esperanza”, en las pesadillas de Goya, en el sueño fascista de poder cometer cualquier tropelía sin el límite del derecho y con la ayuda de todos los avances de la ciencia. Catorce años después, Slahi sigue detenido en GTMO a pesar del recurso de habeas corpus que sus abogados presentaron y que fue concedido por el juez federal Robertson. Esa decisión debería haber supuesto la libertad inmediata del detenido en diciembre de 2009. La administración Obama la recurrió en uso de los poderes especiales conferidos a la presidencia tras los atentados del 11-S. Son ya más de seis años los transcurridos sin haberse dictado sentencia definitiva. Slahi no ha sido juzgado, ni tan siquiera acusado formalmente, y sigue incomunicado en un centro de detención con un futuro incierto. El presidente Obama está obligado, antes de que termine su mandato, al inmediato desmantelamiento de GTMO, a la investigación de lo allí ocurrido y a la puesta a disposición de los detenidos ante los tribunales ordinarios como prueba de su compromiso con los derechos humanos. Guantanamera es un son cubano. Inspirado en los Versos sencillos de José Martí, padre de la patria que murió en lucha contra los españoles, Joseíto Fernández le puso música y Pete Seeger la internacionalizó con la versión que seguro todos ustedes son capaces de entonar. El poeta cantante reclama para sí: “No me pongan en lo oscuro. Yo quiero salir del mundo por la puerta natural”. Si Slahi pudiera oír cantar Guantanamera, pensaría que algún guajiro del otro lado de la alambrada la habría compuesto pensando en su situación.

Autor del artículo: Txema Montero

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