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Griego moderno

Por La Verdad  ·  11.02.2015

Yanis Varoufakis ha conocido a mucha gente importante durante las últimas semanas, primero como candidato estrella de Syriza y después como rompedor ministro griego de Finanzas. Pero la persona que le ha impresionado de manera más honda no es ningún figurón de la política europea ni de la comunicación global, sino el bueno de Lambros Moustakis, un humilde compatriota vapuleado por la crisis: perdió su empleo en la recepción de un hotel, no pudo seguir pagando su piso de alquiler y terminó en la calle. Lambros, que hoy vende un periódico social y se aloja en un albergue para indigentes de Atenas, suele sacarse unos euros trabajando como intérprete para esos periodistas extranjeros que tratan de desentrañar la situación de Grecia, y fue así como llegó a presencia de Varoufakis, cuando acompañó a la redactora de un diario español a hacerle una entrevista.

Al final de la conversación, pidió permiso para dirigir unas palabras al hombre que, según todos los indicios, estaba a un paso de entrar en el Gobierno. «Le conté mi historia y él me escuchó atentamente -relata desde Atenas-. Me preguntó si quería algo y le dije que no estaba pidiendo casa, empleo ni dinero. Lo que quiero es que cumpla lo que está diciendo: que cuide lo social, para que los obreros puedan levantar cabeza, y que haga también algo por los jóvenes, porque terminan la Universidad y al día siguiente van a sacarse el pasaporte. El Gobierno anterior ha matado al país, ha asesinado su futuro». Varoufakis le cogió las manos y se echó a llorar, conmovido por esa exquisita suma de desventura y dignidad. Días más tarde, explicaba en su blog que las frases de Lambros iban a convertirse en el principio que guiaría su gestión: «Voy a pensar en estas palabras», prometió.

Ahora, mientras recorre Europa como un audaz Bruce Willis de la economía y se entrevista con las corbatas más poderosas de cada país, la referencia de Lambros no le vendrá nada mal a un hombre que ha confesado su miedo a convertirse en político. Incluso ha asegurado que tiene escrita ya su carta de renuncia y la guarda en el bolsillo de la chaqueta. Esa sensación de combatir una inercia que le llevaría a traicionarse a sí mismo no resulta nueva para él: «Mi punto más bajo -ha escrito- llegó en un aeropuerto. Algún grupo adinerado me había invitado a dar una charla sobre la crisis europea y había apoquinado una suma absurda para comprarme un billete de primera clase. Cuando volvía a casa, cansado y con varios vuelos encima, pasé junto a la larga cola de la clase económica para llegar a mi puerta. De repente me di cuenta, con considerable horror, de lo fácil que era para mi mente infectarse con la idea de que yo tenía el ‘derecho’ de adelantar a la plebe».

Sacerdocio siniestro

A sus 53 años, Varoufakis está ya acostumbrado a ser un ‘outsider’, un bicho rarillo, un tipo tozudo que se empeña en seguir su camino sin hacer lo que esperan de él. Para empezar, se describe como «economista accidental» y ha dedicado buena parte de su carrera a arremeter contra la ciencia económica tal como solemos entenderla: «Pertenecemos a un sacerdocio siniestro que suministra superstición levemente disfrazada y cubierta de matemáticas», ha resumido. A Varoufakis, hijo de una familia de clase alta, lo mandaron a estudiar a la universidad inglesa de Essex para protegerlo de posibles encontronazos con los paramilitares, un riesgo real en la Grecia de los 70. Se matriculó en Económicas, pero solo aguantó dos semanas aquella carrera «demoledoramente aburrida» y decidió pasarse a Matemáticas. Después, sí, se doctoró en Economía en la Universidad de Birmingham y se condenó con ello a seguir encuadrado en esta disciplina, aunque su especialización le haga sentirse como «un teólogo ateo instalado en un monasterio de la Edad Media».

Enseñó en las universidades de Essex, de East Anglia y de Cambridge, antes de saltar en 1988 a la de Sídney. Nada más llegar a Australia se hizo con un coche, neumáticos extra y latas de combustible y se introdujo en el desierto: llegó a un bar-gasolinera «en mitad de ninguna parte» y se encontró a una pareja de aborígenes bailando con un disco de la cantautora griega Areta, como un aviso simbólico y un poco absurdo de que, por muy lejos que se marchase, nunca se desprendería de sus orígenes. En 2000, regresó a su país y -tras cumplir tres meses de ese servicio militar que llevaba tantos años eludiendo- empezó a dar clases de economía política en la Universidad de Atenas. Se llevó de Australia la doble nacionalidad y una mujer a la que amaba: con ella tuvo a Xenia, su única hija, y juntos crearon un hogar que se quebraría en 2005. «Por razones que ahora reconozco como legítimas, su madre decidió llevarse a Xenia a Sídney y establecerse allí de forma permanente. Perder a Xenia me dejó en estado de shock», ha reconocido.

Meses después empezó su relación actual, con la conocida artista Danae Stratou, madre a su vez de dos hijos. Durante este periodo en Grecia asesoró brevemente al socialista Yorgos Papandréu, pese a no tener «ninguna confianza» en su partido, y se transformó en un personaje inesperadamente popular: Yanis Varoufakis fue uno de esos visionarios que supieron pronosticar la inminente crisis financiera, lo que él denominó «el tsunami», y a partir de ahí desplegó una actividad incansable a través de internet, los medios tradicionales -su inglés rico y florido, aunque con acento, le ha convertido en un habitual de las teles extranjeras- y sus propios libros. Al final, él mismo fue víctima de la debacle: los recortes obligaron a suprimir el programa de doctorado que había creado y «encogieron» su salario, a la vez que empezaba a recibir amenazas por su insistencia en exponer los escándalos de los banqueros griegos. En 2012 acabó mudándose a Estados Unidos junto a Danae. Allí se colocó de profesor en la Universidad de Texas y trabajó para la compañía de videojuegos Valve, como asesor sobre economías virtuales, pese a que no había tocado un juego de ordenador desde el vetusto ‘Space Invaders’.

En un Mini

Ahora, la pareja está de vuelta en Atenas, en su piso al pie de la Acrópolis, y Varoufakis se mueve por la capital en su moto Yamaha 1.300 y en un Mini. Poseen también una casa en la isla, bastante pija, de Aegina, un «santuario» donde salen a navegar en zódiac. De pronto, este «marxista informal y contradictorio» de cabeza rapada y camisa por fuera se ha convertido en un icono, no solo político sino también estético: en su país, cuenta incluso con exaltadas admiradoras adolescentes, a las que llaman ‘varoufitas’, y su actual gira por Europa -siempre en clase turista- está brindando el placer travieso de contrastarlo con sus interlocutores, que parecen ganar años y cubrirse de polvo al colocarse junto a este griego tan poco clásico. «Tiene una presencia dura e inusual, una estética alternativa que va a marcar moda en Europa. Imaginárselo junto a De Guindos es como un choque entre dos mundos», sonríe Aquiles Hekimoglou, analista político del semanario ‘To Vima’, que tiene su propia idea sobre las atribuciones reales del personaje: «Es más un dirigente de comunicación que un ministro de Finanzas. El verdadero faro de la economía es el vicepresidente, que no tiene cartera. A Varoufakis le corresponde un papel más simbólico».

¿Y qué opina Lambros, el traductor sin techo que tanto emocionó a Yanis Varoufakis? «Para mí ya ha hecho algo. Le miré a los ojos y él me miró a los míos, le hablé y él me escuchó. Se sensibilizó, le cayeron unas lágrimas, y la verdad es que me impresionó. Me parece importante, porque lo que los griegos queremos ahora mismo de los políticos es precisamente eso: que nos traten con respeto y con dignidad».

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