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El secreto de Tánger

Por El País  ·  02.08.2013

 

A veces el lugar donde un escritor forja su destino tiene más importancia que su educación o sus lecturas. La ciudad donde nació puede no ser al final el lugar donde afianza su voz, construye su mundo y se convierte para siempre en alguien que, haga lo que haga, está “al otro lado”, pues solo de esa manera es capaz de conectar con su tiempo y mostrarlo. Y hay ciudades fronterizas que parecen imantadas para atraer las diversas virutas de hierro de la literatura. Esas ciudades atrapan al que creyó estar solo de paso y guían su mano, alimentan su pasión por escribir. Así hizo Tánger con Paul Bowles, Alejandría con Lawrence Durrell, Trieste con James Joyce.

¿Qué tiene Tánger?, se preguntaba Mick Jagger al volver de una estancia en sus fauces. ¿Y qué tenían Alejandría, Trieste, Estambul? Estas ciudades nos parecen hoy escenarios nacidos de la misma literatura. Mientras Alejandría se esconde en los versos de Cavafis y Trieste duerme en el humo enfermizo de Italo Svevo, Tánger, como decía Pierre Lotti, posa altiva como una vedette en la puerta de África. Se nos ofrece como la quintaesencia de la traición y el misterio. Ninguna como Tánger ha acaparado tantas ilusiones literarias, tanto énfasis misterioso entre los escritores exiliados-de-sí-mismos. ¿Será quizá porque Tánger, igual que una pirueta en un vuelo nocturno, produce, en palabras de Saint-Exupéry, “hermosos vértigos”? Espejo donde se mira lo ajeno, lo exótico, la ciudad caló en las mentes de los pintores africanistas y de los estetas del orientalismo. En los últimos cien años vio pasar bajo su balcón una miríada de escritores que buscaban en el laberinto algo diferente, digamos Barthes, Beckett, Burroughs, Bowles, Capote, Genet, Ginsberg, Juan Goytisolo, Kessel, Morand, Gertrude Stein, Tennessee Williams, Yourcenar.

La mayoría de ellos eran aves de paso. Algunos, sobre todo los americanos, nunca volvieron. Sin embargo, parecía que Tánger les hubiese otorgado una ciudadanía, un pasaporte. Y se dedicaron a proclamar a los cuatro vientos, remedando al Bogart de Casablanca, que siempre nos quedará Tánger. Una patria de palabras y frenesís desvanecidos. O, como dice Eduardo Jordá, autor de Tánger, “la patria moral que se han buscado todos aquellos que jamás podrán tener una patria”. Pero uno se quedó, negándose a mirar atrás con nostalgia beat. Paul Bowles dijo que Tánger era “una sala de espera entre conexiones, una transición de una manera de ser a otra”. En esa espera vivió cinco décadas. A partir de los setenta se encerró en su pequeño apartamento. Parecía estar por fin de acuerdo con Pascal en que la mayoría de los males les vienen a los hombres por no quedarse tranquilos en casa. Consideraba que el escritor “es un espía enviado a la vida por las fuerzas del más allá”, y “tiene que saber engañar y, en la medida de lo posible, permanecer en el anonimato”. En esto se parecía a Genet. Un día Bowles dejó de escribir sus propios libros y empezó a traducir relatos de amigos marroquíes. Pensaba que adaptar historias del árabe dialectal era “una manera indirecta de crear”. Y de dejar atrás la nostálgica estela de sus compañeros de viaje, anclados en un Tánger que ya no existía y tal vez nunca había existido al margen de la tipografía. Estos relatos mostraban la otra cara de la ciudad: la miseria y el abandono, la orfandad, los humildes placeres cotidianos que contrastaban con los de quienes se sentaban en el café Hafa o en el París a escribir sus sesgadas impresiones. Así lo hizo con Mohamed Chukri, Mrabet y Hamed Charhadi. De la mano de Bowles, la leyenda foránea de Tánger contribuyó a crear otra vía literaria, esta vez local, que perpetuase el inefable misterio gracias a una deconstrucción del colonialismo literario. Porque esos escritores, rescatados del analfabetismo y las esquinas dudosas, no solo empezaron a escarbar en su propia basura, sino que a la par renegaban de la herencia del tío rico que representaba Bowles.

 

La sombra del autor de la mejor obra extranjera sobre Tánger, Déjala que caiga, con su loro al hombro, es de todos modos alargada. Amor por un puñado de pelos, de Mohamed Mrabet, fue uno de sus primeros experimentos de verter al inglés un relato oral de corte autobiográfico. Es difícil saber cuánto hay de ajeno en esa historia de conjuros amorosos en la que se mezcla el cuento oriental y la mirada de un lascivo puritano. Una vida llena de agujeros, de Charhadi, también tiene el sello inconfundible del americano. Es un libro duro, descarnado, nihilista. El narrador, un joven al que vemos maltratado por su padrastro y por la pobreza, se parece a los personajes de Bowles, empujados por un destino cruel e implacable. La odisea de Ahmed comienza cuando se muda con su familia a Tánger, donde trabaja como pastor y luego en un horno de pan. Tras su primera estancia en la prisión, el descubrimiento de las putas lo vuelve a tumbar. Le encierran en la cárcel de Malabata, se fuga, vuelve a ella y al salir siente que su “corazón es ligero y no le tiene miedo a nada”. Resignado a su suerte, aunque sea una suerte perra, Ahmed fascina por su imparcial relato de los hechos, sin apenas adjetivos, sin juicios. No se trata aquí de picaresca ni de realismo sino del noble arte de fabular lo vivido. Tras el tenso episodio de “El cable”, un Ahmed enamorado acaba siendo lacayo mientras hace de guardián en un café de Merkala, donde Charhadi encontró a Bowles, que puso su arte de narrador al servicio de la voz pura, ambulante, que sabía lo que había que contar y cómo. El tándem Charhadi-Bowles logra aquí un relato ejemplar, soberbio, de esa vida llena de agujeros y de espera.

Contribuyendo a cimentar la leyenda de Tánger desde el lado moro de la barrera, Mohamed Chukri ha jugado a dos bandas, manteniendo una libertad envidiable. Por un lado, su obra contiene el relato de la vida “verdadera” de la ciudad, que se vierte en la novela El pan a secas. Se trata de un relato brutal de su infancia, que empieza con el estrangulamiento de su hermano a manos del padre y se extiende en toda clase de vejaciones, miserias, de modos indignos de supervivencia. Viene a ser la cara más sombría y a veces insoportable (“si no les gustan mis libros, que vayan a protestar al que se inventó Marruecos y se inventó mi vida”, decía Chukri ante una copa de Soberano) de la moneda gastada, cosmopolita, de la ciudad. Por otro lado, Chukri se ocupa del extranjero y se revuelve contra él. No se muerde la lengua al escribir sobre Paul, su amigo americano, “el recluso de Tánger”. Le tilda de “criminal sexual en potencia”, de “rey de la astucia” y adicto al dinero, que siempre deseó vivir “en la penumbra de una gruta” mientras centraba su obra “en el odio del hombre a su semejante”.

 

Pero el peor pecado que Chukri atribuye a Bowles es que odiaba el país en el que se había refugiado, que creía “habitado por bárbaros e imbéciles”. Para él, Bowles nunca se desprendió de su mirada colonial, algo que sí consiguiera mucho antes el comisionado inglés Samuel Pepys en sus Diarios, donde dejó escrito su aprecio del magrebí y el asco que le producía el caos y la degeneración moral que su país había traído a Tánger. El novelista marroquí quiere en su libro matar al padre literario y al mismo tiempo ofrecerle un homenaje. Al final adopta un formato de diario crepuscular y repasa los personajes que también conoció en la ciudad legendaria, como Burroughs, Capote y Williams. Y concluye, con ironía amarga, que “terminamos por morirnos sin llegar a descubrir el secreto de Tánger”. En otras palabras: no van a ser los escritores autóctonos que maten la gallina de los huevos de oro. La ciudad sigue albergando un secreto que los foráneos no consiguieron robar.

Vuelve a la carga Chukri, esta vez con Jean Genet, que le resulta más próximo. Entre 1968 y 1974 Genet pasa temporadas en la ciudad. Chukri, de una manera muy tangerina, se hace el encontradizo, aunque tampoco es que el autor de Diario de un ladrón se oculte ni oculte las razones por las que viene tan a menudo. En una conversación se queja de que en Tánger “la prostitución crece de una manera vertiginosa” (lo mismo que había visto Pepys tres siglos antes) y Chukri le responde que “ha sido siempre un paraíso para los homosexuales”, que “el colonialismo nos legó esa libertad en el comercio del sexo”. Genet, alojado en el lujoso El Minzha, es aquí un escritor que ha colgado los hábitos y por eso ya no vive peligrosamente. Aunque a veces le sale la vena rebelde que le dio fama y defienda con una sonrisa el robo y la traición, marcas de la casa, es decir, de Genet y de Tánger.

 

Chukri murió a los 68 años dejando una obra valiente, original, que en cierto modo no ha tenido continuadores. En la última década, Ahmed Beroho ha escrito en francés varias novelas elegantes que tienen como telón de fondo la ciudad esfinge. Une saga à Tanger recorre la historia de varias generaciones y se adentra en la crónica familiar, mientras que Les Mystères de Tanger aborda la novela negra de las mafias locales y del integrismo religioso que tanto despreciaba Chukri y no consiguió tapar su boca ni cambiar sus costumbres.

Cuenta Jordá que como se sabía amenazado por su tendencia a beber y su promiscuidad con mujeres, amén de su ateísmo, el autor de Tiempo de errores mandó el recado a sus enemigos de que si querían ir a por él cada mañana estaba de once a una en el café Ritz. Pero que no lo pondría fácil porque tenía un cuchillo. El cuchillo era, por supuesto, la lengua afilada de Chukri, su memoria llena de rabia, ávida de justicia. Él tenía una relación de amor-odio con Tánger parecida a la de Thomas Bernhard con Salzburgo. En Rostros, amores, maldiciones el marroquí la tilda de “vieja decrépita, obesa, repugnante y cubierta de mierda”, y luego confiesa que pese a todo “nunca estaré en contra de ella: no renegaré de nuestra antigua convivencia, porque le debo mucho, por los tiempos en que fue mi bienhechora, también aliada; por los tiempos en que me apoyó, en la dificultad y en la incertidumbre”. Bernhard, en cambio, consigue ser un ingrato hasta el final. Pero la ingratitud es privilegio de los nativos. Joyce, por ejemplo, odiaba Dublín y adoraba Trieste, otra ciudad fronteriza. En Trieste, donde vivió 16 años, su arte y su vida brillaron igual que una cerilla al prender y antes de ir apagándose poco a poco. Como Bowles, como Tánger.

 

 

 

 

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