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El payaso que se convirtió en alcalde de Reikiavik

Por Público  ·  15.05.2015

Islandia, 2008. La bancarrota. Se hunden los bancos del país, privatizados a precio de saldo y que acumulaban diez veces el producto interior bruto. El sueño de la modernidad y la prosperidad sin límites se desvanece. Estalla una burbuja gigantesca, el paro y los precios se disparan, los salarios se desploman, miles de familias quedan atrapadas en hipotecas contratadas en divisas mientras la corona cae sin freno. Decepción, desaliento, ira, exigencia de regeneración democrática y de castigo a los culpables. Caceroladas de los ciudadanos indignados ante la sede del Gobierno, que se ve forzado a dimitir. La izquierda gana las elecciones. Se inicia el camino de la regeneración.

La gente quiere caras nuevas, ideas nuevas, otra forma de hacer política. El cómico más famoso del país, Jon Gnarr, medio en broma medio en serio, responde a esa inquietud y crea una formación que nada tiene que ver con las tradicionales: el Partido Mejor. Dos años después, gana las elecciones municipales y se convierte en alcalde de la capital, Reikiavik, en la que viven dos de cada tres islandeses. En 2014, cuando deja el cargo y disuelve el partido, con Reikiavik ya en el buen camino, relata su experiencia en un libro que Capitan Swing publica ahora en castellano: De cómo me convertí en alcalde y salvé el mundo.

Jon Gnarr tuvo una infancia difícil, un hogar desestructurado con una madre alcohólica y un padre autoritario e inflexible, pasó tres años en un centro parecido a un reformatorio, fue considerado un estúpido cabal en la escuela, no consiguió terminar sus estudios secundarios ni ser admitido en la escuela de arte dramático. Trabajó como taxista y, poco a poco, se fue abriendo paso como payaso en pequeñas fiestas familiares y de empresa, hasta convertirse gracias a la televisión en el cómico más famoso de Islandia.

A costa de incumplir varias de sus promesas electorales más llamativas (como la entrada gratis a las piscinas, toalla incluida), Gnarr sanea desde la alcaldía las cuentas de una ciudad que se encuentra al borde de la quiebra. Pese a afrontar acusaciones de traicionar su programa electoral, consigue que la mayoría de la población entienda que los recortes (como reducir el número de centros escolares) y la subida de tarifas de servicios esenciales como la electricidad, aunque dolorosos, son imprescindibles, siempre que se acometan con coherencia y sentido social, salvaguardando los intereses de los menos favorecidos.

Sí que cumple su programa a la hora de gobernar con responsabilidad y diversión, y de poner en práctica una democracia participativa, sobre todo a través de las redes sociales. Pacifista a ultranza, defensor acérrimo de la libertad de opinión y de los derechos de los homosexuales, enemigo de toda discriminación por nacionalidad, raza, creencias o tendencias sexuales, se disfraza de drag queen o de miembro de las Pussy Riot en los desfiles del Día del Orgullo Gay, se niega a recibir a los mandos de los navíos de la OTAN (no encuentra sentido a que Islandia esté en la Alianza) y declara que le trae al fresco la pertenencia o no de su país a la Unión Europea, porque no cree que eso cambie nada.

Proclama su intención de convertir Reikiavik en un referente internacional, la integra en la red global Alcaldes por la Paz y en la de Ciudades Refugio, que permite acoger a escritores perseguidos por motivos políticos. Noam Chomski le considera el mejor alcalde del mundo. Grupos como el Partido Pirata Alemán y el Movimiento 5 Estrellas italiano siguen muy de cerca la experiencia, como si se tratase de un banco de pruebas.

Sus incontables enemigos, los políticos de siempre, alarmados porque les puede dejar fuera de juego, le ponen a caldo, le acusan de demagogo, populista, ignorante e insustancial. Él no se desalienta pero, cumplido su mandato, dice ¡basta!, admitiendo en la práctica que encarnó una experiencia gozosa pero aislada, irrepetible, sin continuidad al menos por el momento, aunque no por ello estéril.

¿Es –era- el Partido Mejor de izquierdas o de derechas? ¿Lo es John Gnarr, su encarnación, sin el cual ni siquiera tiene –tuvo- sentido? Cuesta saberlo. Él definió su formación como un “grupo democrático de autoayuda” y se considera asimismo un anarquista autodidacta y pacifista que rechaza sin paliativos la violencia. Entiende y justifica, por ejemplo, las protestas de los indignados, incluso las más espectaculares, pero también puede llegar a comprender la actuación de la policía cuando se salen de madre.

Puede que calificativos como transversal y alternativo le cuadren mejor que antisistema. So pena de confundir aún más al lector, reproduzco una declaración suya al diario británico The Independent: “Ocupamos un espacio que, de otra forma, podría haber sido ocupado por los fascistas”.

Su gestión, aunque llamativa, no es la de quien no cree en el Estado y se mueve por el principio de cada uno según sus capacidades y a cada uno según sus necesidades. No pretenda dinamitar el orden establecido o liquidar los partidos tradicionales, por mucho que cargue en las espaldas de estos buena parte de la responsabilidad por la quiebra del país. De haber querido exterminar la casta no le habría dejado el campo libre tras menos de cuatro años como alcalde, ni habría disuelto el partido.

Son evidentes algunos contrasentidos, incluso cierta falta de coherencia, fruto quizás de las carencias teóricas y la inexperiencia de gobierno. Pero es que, precisamente, una de las claves del Partido Mejor es la asunción de que la política no debe ser un campo exclusivo de acción de los políticos profesionales, que han demostrado de sobra que pueden pervertirla y utilizarla para perpetuar la corrupción y la desigualdad.

Jon Gnarr no ganará el Nobel de Literatura con este libro deslavazado, que lo mismo incluye una entrevista con su esposa que cuenta su pasión por la serie The Wire, enumera los principios básicos del Partido Mejor o relata con pasmosa ingenuidad episodios relevantes de su vida, sin que ofrezcan ninguna pista que ayude a entender cómo llegó a convertirse en alcalde de Reikiavik. Sin embargo, la autenticidad que emana de sus páginas deja en el lector un poso refrescante que permite intuir que, aunque el principal objetivo de la política sea resolver con eficacia los problemas de la ciudadanía, también puede ejercerse con alegría, diversión y buen humor, y no necesariamente por un payaso.

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