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El mundo en un spray

Por La Razón  ·  02.08.2012

Yo soy. Yo existo. Yo estuve aquí. Ésos son los tres sentidos que reúne todo grafiti. Al menos los que se escribieron durante la década de 1970 en Nueva York: taqueos, potas, piezas tan enormes como un vagón entero o apuestas arriesgadas que llegaron a hacerse realidad, como por ejemplo la pintada de todo un tren. Lo importante, en cualquier caso, ha sido siempre lo mismo: hacerse ver, establecer una marca que condense el acto de ser, de estar, de existir en cada trazo.

Así lo explica Craig Castleman en «Getting Up», un libro de culto que se publicó en Estados Unidos en 1982, cuando el fenómeno del grafiti llevaba más de una década revoloteando por el metro de Nueva York. Ahora el libro acaba de ser reeditado por Capitán Swing, con una introducción del especialista Fernando Figueroa.

Fuera de la ley

«Quien busque una guía para introducirse en los misterios del grafiti, sin duda habrá acertado. Pero habrá de ser consciente de que se encuentra frente a un documento histórico, el relato de una época a cargo de un cronista de su tiempo», señala con acierto Figueroa sobre «Getting Up», cuya traducción de 1987 se llamó «Los grafiti». En ese entonces, hacía tiempo que en Madrid un joven del barrio de Campamento, que firmaba como Muelle, se había dado a conocer y había puesto en marcha, junto a muchos otros, una expresión de cultura popular que enseguida se hizo sui generis. Pero la edición española, explica Figueroa, coincidió también con otro hecho: en el ámbito académico habían empezado a cobrar fuerza algunas posiciones rupturistas, como la de Roman Gubern, que se aproximaron con estusiasmo y sin prejuicios a la cultura de masas.

Los protagonistas de «Getting Up» son los escritores (así se hacen llamar) que en esa época llenaron de color y de letras casi todo el Bronx, Brooklyn y Manhattan, perseguidos por la Policía porque pintar los trenes, en casi todas las ciudades del mundo, es un delito. Son estos «artistas fuera de la ley», entonces, los que cuentan la historia de ellos mismos, una sociedad secreta que se maneja según sus propios códigos, sus propias leyes y estilos.

Los escritores también explican que al principio querían que el grafiti fuera entendido por cualquiera. Pero inmediatamente se hicieron una comunidad que se reconocía con una simple mirada, que se intercambian sus dibujos en libretas si se cruzan en el metro y que tienen como fecha de su gran gesta el 4 de julio. Ese día, pero del año 1976, pintaron un tren entero. Se tituló, en homenaje al bicentenario de la independencia, nada menos que el «El tren de la Libertad».

La conclusión de Castleman sobre el arte del grafiti no admite dudas. Es un fenómeno generado por la misma sociedad que lo condena y conforme a una pauta que no deja de repetirse: a más ciudad, más grafiti; si la ciudad cambia, el grafiti se transforma; en una sociedad compleja, el grafiti se complica; allí donde esté la civilización.  Más allá de que a lo largo de las últimas décadas se generó una discusión sobre la existencia de un grafiti europeo y otro americano, lo cierto es que el grafiti admite solamente siete formatos básicos, repartidos entre taqueos (escritura rápida, a menudo hecha con un trazo único y ágil), potas (letras gruesas, pintadas en un solo color), piezas (de arriba abajo o de punta a punta) y la pintada de vagones o trenes enteros.  Pero no se trata solamente de eso. También hay que hacerse ver, explican los escritores, como si en la década de 1970 ya presagiaran el futuro del comercio moderno: la importancia de tener un nombre, una marca, un estilo y decir: «Yo soy, yo existo, yo estoy aquí».

Diego Gándara