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El consenso que conforma el paisaje

Por Diagonal  ·  19.09.2014

«Con tanto donaire como verdad respondió un pirata apresado a Alejandro Magno. Preguntado este hombre por el mismo rey si le parecía bien tener el mar infestado con sus piraterías, el pirata le contestó con insolente contumacia: ‘Lo mismo que te parece a ti tener infestado el orbe; sólo que yo porque pirateo con un pequeño bajel, me llaman ladrón y a ti, que con una armada imponente pirateas, te aclaman emperador’». Así escribía San Agustín en La ciudad de Dios.

En otro libro que recientemente reseñaba, La historia falsa, Canfora apreciaba que no pocas veces, cuando pensamos en el poder, oscilamos sobre dos ideas contrapuestas, la idea de que se trata de algo remoto, intocable, fuera de alcance –diría yo que abstracto– y también la otra de que se encuentra encarnado en personas visibles y concretas que solemos llamar ‘poderosas’. La cuestión, bajo mi punto de vista, es que ambas intuiciones son correctas.

El poder es un mecanismo de organización resultado de la aceptación tácita de todos. El poder se construye sobre el consentimiento ¿consciente? de los oprimidos, lo que significa que la realidad –entendida ésta como el panorama más estable dentro del fluir del paisaje– se conforma según una consensuada interpretación de todas las partes. En el momento en que deja de compartirse esa interpretación de la realidad, recomienzan las asperezas, las tensiones, los choques y hasta las revoluciones que enfrentan las partes y agitan la historia –de ahí que diga que recomienzan–.

El consenso es la base de la convivencia. Existe un consenso en cada grupo, un consenso familiar, de amistad, social y hoy podríamos hablar que hasta planetario. Son los miembros de la familia quienes señalan la oveja negra, los amigos quienes dan la espalda al vecino, los médicos quienes deciden quién está enfermo, los jueces quién es culpable y el rey quién es el ladrón; pero también el ladrón, el culpable, el enfermo, el excluido y el desheredado participan del juego –esa disposición con que están unidas dos cosas– cuando actúan movidos por la lógica que dirige el juicio. Cuando no, asoma la tragedia. En la práctica, el consenso es cosa de números. Por cantidad de apoyo una idea se hace posible. De ahí que Alejandro Magno sea emperador y uno cualquiera, un vulgar ladrón.

La base de todo el enjuiciamiento raras veces es el conocimiento sino el miedo –excepcionalmente la fascinación–. Podríamos decir que es el miedo al caos lo que organiza nuestras vidas. Sin embargo, el caos no es en sí malo, sólo que exige de nosotros una intensidad en la conciencia del gesto cotidiano verdaderamente agotadora. El caos anula las categorías que hacen habitable el paisaje.

Cuando el elemento caótico más que asustarnos, nos fascina, resulta una excepción. Es difícil concretar qué hace que algo nos fascine pero es posible que en ello intervenga la promesa de alcanzar lo inalcanzable, o incluso una paradoja mayor, que creamos que aquel elemento será precisamente el que ahuyente el caos. Sin lugar a dudas es este efecto el que provocan en las masas los grandes líderes. Mussolini fue uno de ellos. Sin embargo, en detalle, no se diferencia tanto el elemento que denosta el juicio de aquel que ensalza o viceversa. Los extremos, como comúnmente se expresa, se tocan. Que ocurra una cosa u otra depende de la ocasión, esto es, en último término, de un componente de azar.

En un libro de reciente lectura, La mujer que disparó a Mussolini de Stonor Saunder editado por Capitan Swing, el retrato en paralelo de dos personalidades que la historia situó como antagónicas resulta ilustrativa. De una parte, Mussolini, un hombre que sale de las clases bajas y que logra ascender a la cumbre del poder para luego de ahí, caer en picado y ser literalmente apaleado por el pueblo y colgado por los tobillos para mayor visibilidad pública del escarnio. De otra, Violet Gibson, una mujer de aristocrática cuna, cuya familia da la espalda debido a sus creencias religiosas, creencias que, del mismo modo que las que conducen a Il Duce, le hacen pensar que está llamada a salvar el mundo.

Violet Gibson disparó a Mussolini el 7 de abril de 1926 en la Plaza del Campidoglio de Roma. Los disparos fallaron su presa. En los siguientes veinte años –veinte hasta la muerte de Il Duce, diez hasta la suya propia– Violet estuvo confinada en un manicomio por prescripción conjunta (consenso) de la justicia, la comunidad científica (psiquiátrica), las necesidades diplomáticas, la opinión pública y la aceptación familiar. Entretanto, Il Duce, amparado por ese mismo consenso daba rienda suelta a su locura aún cuando ésta interfería en el destino de millones.

Que una locura fuera más que otra, que el gesto de disparar a un sólo hombre más asesinato que el de ordenar la muerte de muchos, que creer que uno ha sido llamado por Dios para intervenir en la historia más herejía que el de creer que uno es llamado «por el Genio a construir el nuevo mundo» es algo que, a la luz de las líneas de Stonor Saunders, queda decidido entre todos.

Una amiga de juventud de Violet, la condesa Winterton, se dirigió en 1946 al director médico de la institución donde estaba confinada Violet con estas reveladoras palabras «Naturalmente, en el momento en el que [Violet] disparó a Mussolini, decir que estaba loca era la única manera de salir de una situación incómoda, pero ahora, no se la puede declarar loca por ello».

El flujo de la historia alumbrado por la autora a través de estas dos vidas, la de Mussolini y la de Violet, que quedan imbricadas no sólo por el instante en que cuerpo a cuerpo se enfrentan en la plaza pública del Campidoglio sino, en contraste y paralelismo uno con otro por cuanto el impulso de fanatismos opuestos los acerca y aleja, alcanza a través del libro un relieve perverso. Las categorías del bien y del mal se dibujan notablemente dependientes de la opinión generalizada que hace suyo el lenguaje; vivir entre otros, una tragedia constante.

Lo que La mujer que disparó a Mussolini nos deja claro es que nada, ni el estado de salud mental, ni la opción política, ni el régimen de vida, ni el lenguaje, ni las creencias religiosas, ni las reacciones anímicas, ni el espíritu vital, nada puede sustraerse a las reglas del juego, es decir, al juicio colectivo–y posterior consenso– que ordena el paisaje para, supuestamente, hacerlo habitable. Pero sumada a aquella, también queda esta otra impresión, la impresión de que si es habitable es por puro milagro.

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