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De criada a descubrir el universo, y otras pioneras de la astronomía

Por El País  ·  01.05.2017

La ciencia fue coto reservado a los hombres hasta fines del XIX, cuando un proyecto astronómico internacional abrió las puertas al trabajo femenino. Fueron apenas un centenar de pioneras, pero su contribución engrandeció nuestro conocimiento del cosmos.

HACÍA UN AÑO que había emigrado desde su Escocia natal a Boston, EE UU, cuando su marido la abandonó. Era 1880 y, recién embarazada, Williamina Fleming contaba 23 años. Dadas las circunstancias, la joven se vio en la obligación de solicitar trabajo como sirvienta en casa de Edward C. Pickering, director del Observatorio Astronómico de Harvard. Ante el escaso interés y profesionalidad de sus ayudantes, que contrastaba con el buen hacer de su criada, el hombre no tardó en decidirse a instruirla y contratarla para llevar a cabo los cálculos del laboratorio. Aquella chica se convirtió así en la primera calculadora de un proyecto científico y en la primera integrante de lo que después se conocería como el harén de Pickering, apelativo despectivo con el que se denominó al grupo de mujeres que el científico acabaría contratando. Hoy, el cráter lunar Fleming lleva este nombre, compartiendo el honor con el del descubridor de la penicilina, en memoria de Williamina.

Hasta entonces, salvo contadas excepciones –la de Hipatia de Alejandría, en la Antigüedad tardía, o la de Fátima de Madrid, en la Edad Media, ambas hijas de célebres astrónomos–, la ciencia era un territorio inaccesible para la mujer sola, que únicamente podía transitarlo de la mano de un varón, ya fuera su padre, hermano o esposo. La irrupción de las mujeres en el ámbito científico se produjo con carácter general a finales del siglo XIX, concretamente en el campo de la astronomía. Su expansión se dio gracias a la Carte du Ciel, una iniciativa impulsada por el Observatorio de París y considerada como el primer gran proyecto científico de carácter internacional. Su objetivo consistía en elaborar una cartografía celeste que, con el concurso de 18 observatorios repartidos por el globo, pretendía localizar y medir millones de estrellas. La ingente cantidad de operaciones matemáticas que había que desarrollar abrumaron a los astrónomos titulares, por lo que optaron por buscar una mano de obra eficaz y barata. En Oxford encomendaron la tarea a jóvenes recién graduados, quienes cobraban menos aún que las mujeres. Pero en la Universidad de Harvard, Pickering abrió la puerta al empleo femenino, una práctica que acabó extendiéndose a otros observatorios en Francia, Reino Unido e Italia.

Los catálogos de la entonces incipiente astrofotografía, que generaba enormes cantidades de datos que había que interpretar, abrieron un área importante para la incorporación de las mujeres al trabajo de los observatorios. Pero dado el paternalismo de la época, no fue fácil reivindicar su talento. Cuando, con el transcurso del tiempo, ellas se involucraron en la investigación científica de mayor calado, sus artículos y proyectos siempre aparecían firmados por su mentor o, en el mejor de los casos, su nombre aparecía en segundo lugar.

Algunas de las calculadoras ingresaron en el proyecto de Pickering a través de un vínculo familiar o de amistad con algún científico; otras, simplemente, se ofrecieron voluntarias inicialmente para poder cobrar luego un salario de 25 centavos de dólar por hora (la mitad de lo que hubiera cobrado un hombre), durante 6 días a la semana y 7 horas al día. El mal llamado harén llegó a reunir a más de 80 mujeres en un contexto, el de Harvard, donde se pensaba que “un cuerpo femenino solo puede manejar un número limitado de tareas simultáneamente, dado que las chicas que gastan mucha energía en su desarrollo mental durante la pubertad terminarán por experimentar desarreglos en su sistema reproductivo”, como aseguraba Edward H. Clarke, profesor de medicina de esa universidad, en su obra de 1873 Sex in Education (el sexo en la educación).

En Francia, y siempre bajo el paraguas de la Carte du Ciel, se crearon en París, Burdeos y Toulouse los llamados Gabinetes de las Damas. Los trabajos ligados al proyecto evidenciaban una división de género, donde la percepción masculina y patriarcal de la actividad científica asignaba a las mujeres las tareas subalternas que supuestamente se correspondían con aptitudes femeninas: los astrónomos implicados asociaban la precisión a una atención reverente y confundían la disciplina con la paciencia. En la práctica, la actividad del Gabinete de las Damas era rutinaria hasta lo exasperante, sin dejar lugar a la iniciativa personal. El manejo de los grandes instrumentos de observación estaba reservado a los hombres, cuyo papel incluía la planificación de las tareas de las calculadoras. Ellas eran las encargadas de medir las placas fotográficas para situar correctamente los asterismos (conjuntos de estrellas que aparentemente recrean figuras o formas) y de reducir estas medidas de posición de las estrellas en los negativos a un sistema de coordenadas coherente. También fueron ellas mismas quienes se encargaron de formar a las recién llegadas. La mayoría procedía de familias burguesas y habían sido empujadas al mundo laboral por reveses de la fortuna.

Otras en cambio fueron científicas pioneras con titulación universitaria. Las estadounidenses Dorothea Klumpke, Henrietta Leavitt, Annie Jump Cannon y Antonia Maury son algunas de estas astrónomas que, a pesar de su valía, nunca obtuvieron el reconocimiento profesional que merecían. Sus aportaciones quedaron opacadas, como también ocurrió con las de los miembros de la congregación de la Virgen Niña, que ejercieron de calculadoras humanas en el Observatorio Vaticano. Es de suponer que serían previamente instruidas y que trabajarían con humildad, rigor y precisión como sus compañeras, pero nada se sabe de ellas. No queda ni un nombre propio, ni siquiera una mención, a excepción de los anales de la Carte du Ciel, donde se las cita de forma colateral.

Si hay una historia especialmente llamativa sobre estas pioneras es la de Henrietta Leavitt, que durante toda su vida ostentó el título profesional de ayudante de Pickering. Cuando murió, con 53 años, su patrimonio ascendía a 344,89 dólares. Cuatro años después, un matemático sueco envió a Harvard una misiva en la que proponía su nominación al Nobel, una petición sobre la que también insistió su superior y famoso descubridor de la expansión del universo, Edwin Hubble: gracias a los trabajos de aquella calculadora sobre un tipo de estrellas, las cefeidas, fue posible computar las distancias a galaxias remotas y, en última instancia, comprender la descomunal grandeza de nuestro cosmos.

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