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Cómo explicar el cambio climático a un niño

Por PlayGround  ·  29.06.2017

Uno

Cuando llego a casa el niño ya está en la cuna. A pesar del intenso calor que hace hoy en Barcelona, su padre ha conseguido que se quede dormido cuando aún queda luz. Qué imagen: ahí está tumbado, con expresión relajada, con el pecho descubierto, con decenas de gotas de sudor emergiendo de las puntas de su cabello rubio y rizado.

Qué imagen. Qué calor.

Y en el suelo de la habitación del bebé, un desorden que me crispa y me enternece a partes iguales. Como no quiero despertar al hijo, empiezo a recoger en silencio. Me da miedo que un sonajero vibre, así que sorteo los juguetes que intuyo peligrosos y me centro en recoger los libros desparramados alrededor de la pequeña estantería de madera y que ahora le ha dado por tirar, abrir, arrugar y esparcir por toda la casa.

De entre todos esos libros, hay uno que me llama la atención. Es uno que yo no recuerdo haber comprado, su papel es muy viejo, su dibujo no se parece a los de los libros infantiles que se publican ahora.

En la portada, de un azul intenso, se alza un oso blanco y presumido, con unas pestañas imposibles para un animal como ese y con una sonrisa exótica.

Lo toco. Lo huelo. Y, ah. Ahora caigo. Si abro la primera página de esa especie de fino cuaderno, sé que me encontraré con el nombre de mi madre escrito a lápiz y con un trazo como de niño que aún va a primaria. No me equivoco. Ese libro perteneció a Ana Santos Payán, y cuando el trazo y las letras confirman mis sospechas me doy cuenta de que es uno de los libros que me regaló de niña y que desde hace ya muchos años guardo en estanterías o cajas de cada nueva habitación.

Vuelvo a dejar el libro sobre el suelo, y miro con extrañeza otra vez las facciones del oso polar. Nunca he visto un oso polar de verdad, pienso entonces, ¿alguna vez lo veré? Y lo más importante: si el entrañable animal está en peligro de extinción, ¿cómo le explicaré a mi hijo en el futuro que el protagonista de este cuento ya no existe?

Dos

En la portada del ensayo Sueños árticos (Capitán Swing) del escritor Barry Lopez, también aparece un oso polar, aunque en esta ocasión su rostro es muy triste.

Pero lo que López ha escrito no es un libro sobre estos mamíferos en particular, sino más bien sobre la importancia del lugar que ellos habitan y, quizá, sobre las consecuencias que el deshielo podrían tener sobre esa y otras tantas especies.

Digo quizá, porque Sueños árticos se publicó originalmente en inglés en los años 80, cuando el debate sobre el cambio climático aún no estaba tan presente en la sociedad o en la política internacional.

Sin embargo, el nombre del ensayo ya evoca un poco esa preocupación. Como si la blancura de la que Lopez habla fuera un sueño inalcanzable.

O incluso como si el hecho de documentar cada explanada, cada delicada posición del sol sobre el hielo o cada rutina animal en tal paisaje inhabitable fuera un ejercicio de memoria para los habitantes del futuro.

Los mismos que solo treinta años después leemos su diario de viaje sabiendo que algo de lo que Lopez vio ya no existe.

Que la pureza que él experimentó se esfumará.

Que la sombra caliente que temíamos está cerca, y además dice: “cualquiera que sea ese mundo, se encuentra muy alejado del nuestro. Pero sus contornos, sus luces y sombras dibujan nítidamente sobre el paisaje y este nos ofrece la real esperanza de que a través de él encontraremos un día el camino”.

Tres

¿Y cómo le explico al niño que suda en la cuna que un día no habrá camino?

Quizá mostrándole los pasos de Wáluk y Esquimo, los dos osos polares que protagonizan un bello libro ilustrado de Ana Miralles y Emilio Ruiz en Astiberri.

Quizá enseñándole que aunque su piel sea de oso, su forma sea de oso y su mirada sea salvaje, en su interior hay un miedo y un cariño enormes. Tanto que podría decirse que sus sentimientos son casi humanos, si no fuera porque es precisamente culpa de nuestra especie que esos dos amistosos animales deban emprender un viaje en busca de un hogar que ya no existe.

Caminando, y sorteando las manchas del humano.

Caminando, e intentando descifrar su horrorosa basura.

Caminando, y dejándose llevar por el destino.

Caminando, caminando, caminando… ¿Dónde acabarán Wáluk y Esquimo? ¿Alguien les rescatará?

¿Hay alguna manera de llevarlos a la antigua blancura que Barry López describía en su ensayo, o quizá ese mundo de ficción donde los animales tienen pestañas largas y sonríen como si nunca hubieran sido otra cosa que personajes de papel?

Puede que llegados a este punto la opción más sensata sea volver a dejar en el suelo de la habitación del hijo el libro que una vez perteneció a mi madre. Esperar a que despierte y sea otro día para sentarme a su lado y contarle que ese osito podría morir, como también murió la dueña del cuento que ahora leemos. Decirle que si ese libro ha sobrevivido tantos años entre cajas y mudanzas es porque alguien se ha preocupado por él y lo ha cuidado con mucho mimo. Confesarle que las cosas que nos importan hay que reivindicarlas. O que las cosas que nos parecen bellas no hay que olvidarlas.

Porque con el planeta ocurre lo mismo que con nuestros recuerdos: si los maltratamos, se deshacen.

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