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A estas astrónomas sólo se les permitía ver el cielo en trozos de cristal

Por PlayGround  ·  21.02.2017

‘El Universo de Cristal’ nos acerca a las historias de aquellas científicas que se empeñaron en estudiar el cielo a pesar que muchos hombres quisieran prohibírselo

El cielo que nos cubre no siempre perteneció a las mujeres. Lejos de los telescopios y de las noches a la intemperie, las astrónomas se limitaban a ver el firmamento de día, en placas de cristal. De veinte por veinticinco centímetros, esas láminas eran todo su Universo.

Se las conoció como ‘calculadoras’ humanas porque se encargaban de aplicar fórmulas a las imágenes capturadas en la oscuridad, con telescopio, por sus compañeros. A finales del siglo XIX, la fotografía estelar permitió destapar los cuerpos celestes brillantes que había y que el ojo humano nunca antes había alcanzado. Visibles e inmortalizadas, se pudo al fin estudiar la sensibilidad de las galaxias.

Y las mujeres pudieron acceder de esta forma a los cielos.

El Universo de Cristal, ensayo de la divulgadora Dava Sobel, narra las historias de las físicas, matemáticas y astrónomas que contrató el Observatorio de Harvard para este campo. No era lo habitual en el resto de observatorios, por lo que aquella institución se convirtió en una pequeña isla en la que dejaron de caminar por sus pasillos solo varones.

Como afirma la autora, aunque esto ocurrió principalmente gracias a la “amplitud de miras de su director”, no dejó de ser menos cierto que las mujeres salían más baratas porque se les pagaba menos que a los hombres que ocupan su misma posición. A veces, incluso, su trabajo no era remunerado.

A ellas, sin embargo, se les debe grandes hitos, como que sepamos de qué están hechas las estrellas, que tengamos una ley para medir distancias en el espacio o que entendamos el comportamiento de algunos de estos cuerpos celestes. Y todo mientras trabajaban arduamente bajo un techo, con la privación del espectáculo que ofrecía la noche.

Leavitt y el sueño de la Nube Magallanes

Henrietta Leavitt veía notas musicales en las estrellas a pesar de que era prácticamente sorda desde la adolescencia. Sentada frente a su atril, mientras cotejaba con numerosas placas cuáles eran las estrellas fijas del Polo Norte y cuáles las variables, pensaba que cada una emitía su propia nota en un coro de luz.

Era una cazadora de estrellas variables tan buena que, años más, le confiaron estudiar la nebulosa de Orión en las láminas recopiladas durante una década. En la mancha de gas y polvo acumulado en su centro, llegó a delatar 50.

“De veinte por veinticinco centímetros, esas láminas del tamaño de un portarretratos eran todo su Universo.

Superponiendo cristales y con una lupa en la mano, viajaba de nebulosa en nebulosa hasta que llegó a la región del Universo de la Pequeña Nube de Magallanes. Allí se dio cuenta de que las que tardan más en variar su luz, brillan más. Creó una ley que es tan trascendental como que conocer el brillo de una estrella nos permite averiguar las distancias galácticas.

Pero ella, la señorita Leavitt, nunca disfrutó de la intimidad con el firmamento y solo pudo “imaginarse a sí misma de pie, boquiabierta, en los Andes, bajo los meandros meridionales de la Vía Láctea, observando las Nubes de Magallanes seguir a la corriente de estrellas como un par de ovejas perdidas”.

Maury no dormía, pero la noche significaban más cristales

“A través de un cristal busco / esos profundos caminos en medio de la noche, / en los que las estrellas brotan desde el infinito, / como manantiales de luz viva”.

Antonia Maury dejó en un pedazo de papel sus versos. María Mitchell, con fama mundial por descubrir el cometa de la señorita Mitchell, se habituó en sus fiestas a pedirle a la gente que escribiera poemas. Y Maury escribió a través de un cristal busco.

Licenciada de Vassar College con honores en física, astronomía y filosofía, entró al Observatorio con 22 años y Edward Pickering, el director, se avergonzaba cuando le pagaba 25 centavos la hora, el salario común de las ‘calculadoras’.

En 1888 se le encargó estudiar el espectro de las estrellas brillantes del hemisferio norte y ella creó en menos de diez años un sistema de clasificación para ordenar la magnitud de todas. Por esos esacasos 25 centavos la hora, hubo noches en los que la presión apenas le dejaba dormir. “Se está poniendo tan nerviosa que a veces se levanta mucho antes de que amanezca y no puede volverse a dormir”, anotó su padre.

Entonces se despertaba en la noche y volvía a los datos sacados de los cristales mientras que a esas horas, a fuera, solo los hombres estaban fotografiando el cielo.

Cecilia Payne no fue pequeña

“Por 25 centavos la hora, averiguaban datos de las estrellas a través de las fotografías estelares que solo tomaban los hombres”

Alta, tímida y desgarbada, Cecilia Payne se diferenciaba de todo el personal por su acento británico y porque era la única que poseía conocimientos sobre la estructura atómica y la física cuántica en aquel edificio abovedado. Por eso ella pudo averiguar los ingredientes de las estrellas.

Se creía que luces del cielo tenían los mismos elementos, en las mismas cantidades, que la Tierra. Silicio, oxígeno, aluminio… pero Payne dedujo que dos elementos más ligeros, el hidrógeno y el helio, debían de proliferar en ellas. Al menos, el hidrógeno debía ser un millón de veces más abundante que en nuestro planeta.

Tan tímida —o cohibida porque no quería contradecir a nadie—, suavizó sus conclusiones después de que el astrónomo Norris Russell la convenciera de que esas elevadas cantidades eran “con casi toda certeza irreales”. Y ella así lo reflejó: “son con casi toda certeza irreales”. Años más tarde, el propio Russell llegó al mismo análisis inicial de Payne. Aunque la citó de pasada, su trabajo cerraba con la lapidaria “difícilmente se podía dudar de la gran abundancia de hidrógeno”.

De joven, Payne, cuando firmó el borrador de su primer artículo lo hizo bajo las C. H. Payne. El director del centro le preguntó al verlo si se avergonzaba de ser mujer.

¿Cómo debió vivir la gran Payne para creerse que eran tan pequeña, si además fue la primera mujer en obtener un doctorado en astronomía?

Annie Jump Cannon y una explosión

Annie Jump Cannon fue, literalmente, una revolución. En 1896, cuando costaba hasta acceder al Observatorio como ‘calculadora’, ella fue la primera mujer —y durante mucho tiempo la única— que vio las estrellas no solo en las placas, sino en la noche. Y además todas las estrellas, las del hemisferio norte y las del sur, pues llegó a viajar al hermano observatorio que Harvard tenía en Arequipa (Perú) para manejar el telescopio Bruce.

Bruce, por Catherine Wolfe Bruce, la mujer que financió aquella gran lente porque de anciana comenzó a preguntarse por el Universo.

Cannon tenía que escuchar que ése no era un “trabajo para mujeres”, pero ella lo encontraba tan divertido que le dolía dormir. “De hecho, a medianoche las noches claras son tan hermosas que odio tener que irme a la cama”, reconocía. Luego por la mañana, observando las placas de cristal, lograba clasificar —o reclasificar correctamente— casi 5.000 estrellas al mes cuando elaboraba catálogos.

No le producía ni el menor atisbo de vergüenza entablar conversación con los hombres que acudían a los comités internacionales que pisaba. Es más, según ella misma escribió, “era lógico que fuera la que más hablara” al ser la más sabía de clasificación de espectros estelares.

Pero Cannon, la misma que fue elegida en 1923 como una de las doce mujeres más influyentes en los Estados Unidos junto a la sufragista Carrie Chapman o la novelista Edith Wharton, la misma que recibió una Medalla Draper por recoger con datos un cuarto de millón de estrellas, también tuvo que hornear miles de galletas de avena para las reuniones de astrónomos en las que luego daba conferencias. Como si ni la más revolucionaria pudiera desprenderse del todo de las cadenas sexistas.

Sin embargo, como demuestra El Universo de Cristal, aunque muchos intentaron eclipsarlas, todas esas astrónomas brillaron. Fueron luces ocultas que emitieron tanta luz como las estrellas que, cada noche, deseaban observar a cielo descubierto.

Autora del artículo: Astrid Otal

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