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Eve Ensler, con un par de ovarios

Por hoyesarte.com  ·  05.05.2015

Un libro duro con final feliz. Eve Ensler (Nueva York, 1953), activista, feminista y pacifista, pero sobre todo conocida autora de los célebres ‘Monólogos de la vagina’, ha escrito una memoria titulada ‘De pronto, mi cuerpo’, que abarca el tiempo transcurrido entre el diagnóstico de un cáncer de cérvix en una fase muy avanzada y el momento en que puede afirmar con cierto alivio que lleva más de un año y medio sin rastro de la enfermedad en su cuerpo.

Entre medias, como ella misma avisa en las primeras páginas, el lector será testigo de cómo es “cortada, cateterizada, quimiotizada, drogada, picada, pinchada, sondada y porteada”. De ahí que se apresure a definir el libro como un escáner TAC construido a partir de impresiones, escenas y rayos de luz. Cada capítulo, un “escanograma” pleno de confesiones, gritos, recuerdos y añoranzas, algunos de sobrecogedora crudeza.

El primero de ellos se localiza cuando Ensler admite abiertamente su negligente actitud una vez que el cáncer lanzó sus primeros avisos y ella decidió voluntariamente pasar por alto síntomas claros de que algo no iba bien. Describe entonces su determinación de no querer saber sabiendo. Habla de somnolencia, de ese estado autoinducido, que es una especie de escisión de la conciencia. Somnolencia como manera de estar sin estar que ya utilizó siendo una cría por motivos muy distintos. “Así”, cuenta, “no tenía que enfrentarme a la agonía desquiciante de traicionar a mi madre cada vez que mi padre me buscaba en la cama en medio de la noche. No tenía que intentar desenredar la demencia de qué significaba que la persona a la que más amaba del mundo me estaba explotando, violando, abusando de mí. No tenía que experimentar ningún conflicto porque nada de ello estaba sucediendo en realidad”.

Arte para afrontar la quimioterapia

A partir del diagnóstico y en orden cronológico, acompañamos a Ensler por momentos tiernos y duros, trágicos y también cómicos, alguno directamente desopilante: su paso por la clínica Mayo en Rochester (“la ciudad del cáncer”, “la ciudad entera es como una unidad de cuidados paliativos”, donde hasta “las camareras actúan como consejeras contra la tristeza”); su contacto con los médicos, con esos que le hacen sentir una persona digna y con aquellos otros que la humillan porque escuchan sus preguntas como si fuera una niña que les hace perder el tiempo; su decisión de afeitarse la cabeza y volver a tomar marihuana para soportar mejor el tratamiento; la necesidad de que su cuerpo aprenda de nuevo a defecar por sí solo…

La experiencia del cáncer tiene además para la autora un efecto de catarsis familiar: aparte de los mencionados abusos del padre, están el enfrentamiento y reconciliación con su hermana y la complicada y no resuelta relación con la madre (“envidio a la gente que echa de menos a su madre”).

Tras superar una infección, Ensler necesita coger fuerzas para poder recibir quimioterapia y en esas está cuando experimenta una repentina sed de arte, unas ganas tremendas de pintar acuarelas y dibujos al pastel. “Mi deseo de pintar, como la necesidad voraz de comer una hamburguesa, parecía brotar de algún lugar olvidado y enterrado, liberado por la reorganización de mis células”. Lo más curioso es que hacía también pintar a las visitas: “Empezaban a regañadientes y con miedo, pero luego se involucraban. Comencé a disfrutar de esta nueva forma de comunicación. Mis amigos se sentaban a mi lado y creábamos juntos. Éramos como niños. La gente comenzó a pintar imágenes de mi curación. Bueno, yo se lo pedía”.

Y arte para tirar el cáncer a la lona

El día antes de empezar la quimioterapia su hermana se presenta con una fotografía tamaño poster de Muhammad Ali que recoge el preciso instante en que este consigue noquear a George Foreman en el legendario combate de Kinsasa, Zaire, hace 41 años. Decide entonces colgar en la pared la foto del mayor artista que ha bailado sobre un cuadrilátero y convertirla en una especie de mantra visual a la que recurrir durante el tratamiento. “Ali soy yo. Foreman es mi cáncer”.

Decía al principio que este es un libro duro con final feliz. Dureza porque la autora no ahorra al lector detalle alguno sobre su malestar –por crudo que este sea–; felicidad porque la despedimos sana en las páginas finales. Pero también es duro y feliz porque estamos ante la obra de una persona marcada a fuego por su experiencia en el Congo. Una atracción sin fisuras que deviene en verdadera adicción confesa a esta región tan castigada del continente africano.

Ensler, que empezó a interesarse por recoger historias terribles de mujeres en situaciones de conflicto bélico durante su estancia en Bosnia a mediados de los noventa, experimentó tiempo después el mayor mazazo, su mayor derrumbe, en el Congo al escuchar testimonios como el de Angelique, que vio cómo un soldado rasgaba el vientre preñado de su mejor amiga y el bebé caía fuera. “Un bebé”, leemos, “que aún no está formado para la luz, el aire, los gérmenes, o los ruidosos violadores de uniforme. El cordón umbilical todavía colgando, todavía sujeto a la madre que derrama sangre sobre el suelo congoleño, la madre cuyo bebé fue lanzado al aire como una pelota, el bebé demasiado embrionario para indicar dolor, incapaz de llorar o gritar, delante de las mujeres, madres a las que ya les habían arrebatado sus bebés, asesinados, estrangulados o arrojados a la selva. Después los soldados arrojaron al bebé a una olla hirviendo, uno de ellos con un cuchillo pinchó la carne que hervía, lo sacó de la olla y lo acercó a las mujeres, chamuscándoles la boca. «Come el bebé o muere. Come el bebé o te vuelo la cabeza»”.

Coraje y bondad

Pero el Congo es también, nos aclara la autora, el jazmín y el hibisco, la buganvilla y las flores color naranja de los árboles altos, el lago y la lluvia loca y muchas otras cosas maravillosas que confiesa necesitar como el drogadicto que demanda su dosis para sobrevivir. La dicha reside también en el hecho de que al inicio de la enfermedad nos enteramos de que Ensler trabaja en un proyecto de ayuda a las mujeres devastadas por la violencia machista para que así dispongan de un centro en el que puedan recuperarse y formarse. Vamos conociendo los problemas que emergen y que dificultan que el sueño se haga realidad, pero finalmente asistimos a la inauguración de la Ciudad de la Alegría, que así se llama el refugio, con asistencia de dignatarios de la zona y altos cargos de la ONU.

Un happy end que sabe a gloria al lector de este libro que formula una defensa del coraje y la bondad como estilos de vida y que retrata en primera persona a toda una superviviente que los tiene bien puestos.

Autor del artículo: Luis Pardo.

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